Maldita homofobia. Comentarios en reversa

Es muy injusto -cuando el acoso se vuelve el lugar común- que todo gire a cómo le hace uno para pasar desapercibido y evitar la violencia: modular la forma de caminar, andar más rápido, ocultar el timbre agudo de la voz.

Foto: Jesús Encinar para Flikr

Maldita homofobia. Comentarios en reversa.

Por Miguel Corral

Es muy injusto -cuando el acoso se vuelve el lugar común- que todo gire a cómo le hace uno para pasar desapercibido y evitar la violencia: modular la forma de caminar, andar más rápido, ocultar el timbre agudo de la voz.

Aún guardo recuerdos de cuando no me reconocía marica: una fiesta de cumpleaños en la que juego con mi amigo Dany y otros niños y niñas en un jardín grande. Recuerdo la sensación de felicidad corriendo y jugando. Creo que era el cumpleaños de la hija de Mario, el tío de mi amigo. Son ya pocos recuerdos los que quedan, diluyéndose gradualmente.

Poco a poco me fui dando cuenta de mi diferencia. Mis amaneramientos, mi timidez. Recuerdo claramente cuando Susana, la cajera de la tienda de la CONASUPO, le dijo a mi mamá: “¡Qué bonito!, ¿es niño o niña?” Tendría tal vez cinco o seis años. Por esos mismos años recuerdo cómo la Profe Marilú reprendió exaltada a Isaac y otras dos compañeritas por estar juntos en el baño del jardín de niños, y cómo salieron llorando. Por nebulosos que puedan ser, estos son quizá los primeros registros mnemográficos sobre mi homosexualidad que conservo, y los atesoro a mí porque a partir de ellos he definido cada paso que he dado sobre este mundo, cada respiro que mantiene vivo mi cuerpo, le han dado forma a cada sueño que he tenido, quién soy ante la mirada abyecta demás.

Ante aquel comentario de Susana, la cajera, sentí indignación, incomodidad. Una pesadez. Cuando recuerdo aquella escena del kínder, regresa la curiosidad, el miedo y la angustia. Yo soy de ese 25.5% que se dio cuenta de su orientación sexual no normativa en la infancia (ECOSIG, 2018). Recuerdo haber sido un niño feliz, pero también recuerdo que esa felicidad no estaba ligada a mi orientación sexual; al contrario, cuando aparecía en la escena volvía la sensación de malestar insidioso. Desde el inicio, mi experiencia de la sexualidad estuvo ligada a eso que algunos expresan como no sentirse a gusto consigo mismo. Qué terrible tener seis años y experimentar esas cosas.

Después, mis amiguitos me lo hicieron saber a través de burlas. Dany, Érik y yo éramos inseparables y nos divertíamos mucho. Pero cuando nos enojábamos me cantaban en tono guasón: “el jotito que va a las tortillas”, y se reían de mí. Los recuerdo haciéndolo mientras yo salía de casa, ellos escondidos detrás de la barda de la casa de Concha. Luego, los demás me lo hicieron saber a través de insultos. En la primaria, mis compañeros(as) se burlaban y se reían por ser afeminado, porque era el joto del salón. Me recuerdo llorando, sintiendo vergüenza de ser yo mismo. Según la ECOSIG (2018), más del 95% de las personas LGBT+ hemos sido el blanco de chistes ofensivos en mayor o menor grado.

Y tiempo después, llegaron los golpes. Dos veces Rodolfo y Carlos Alberto me alcanzaron mientras caminaba a casa en compañía de Kristel, Samantha y su hermanito Pedro, y comenzaron a golpearme por ser joto. Las mamás de otros niños que pasaban por la calle en su auto me defendían y les gritaban que me dejaran en paz. También Óscar y Omar me golpearon. Ellos sabían que me podían golpear; no sé bien cómo llegaron a esa conclusión, pero ese conocimiento se materializó en golpes durante toda la primera. Una cosa es que te desprecien por marica, pero otra es que te golpeen por serlo. Es la constatación de que hay algo fundamental detestable dentro de uno mismx. Según la ECOSIG (2018), más del 90% de las personas de la diversidad sexual hemos padecido poco, algo o muchas expresiones de odio, agresiones físicas y acoso motivado por nuestra orientación sexual o identidad de género no normativa.

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Foto: Jesús Encinar

Al final llegó la exclusión. En la secundaria siguieron los golpes, insultos y burlas por ser maricón, además de no permitirme participar en las reuniones donde sólo participaban chicos, en las casas de alguno de ellos. Irremediablemente, pensé en quitarme la vida. Según la ECOSIG (2018), 47.8% de las personas encuestadas han tenido algún pensamiento suicida y 21.5% lo ha intentado alguna vez, principalmente personas con identidades de género no normativas.

Ahora tengo casi 37 y a pesar de los años hay algo que se mantiene vigente, constante, como una certeza dolorosa: el miedo. Pero a diferencia de otras etapas de la vida, ahora no siento miedo de mí mismo, de quien soy, sino de lo sensación de desagrado que mi persona provoca en los demás porque sé cómo llegan a terminar esas historias. Siento miedo de provocar repugnancia. Hay quienes me miran y sienten molestia o asco porque soy marica. Hay quienes me miran con desprecio por serlo con orgullo, porque ya no lo escondo. Esa sensación es rara. Hay algo inherente a mí que causa repugnancia a otros, de algo que me constituye elementalmente. Hay una sensación miedo que se pega en la piel, la sensación de sentirse a disgusto consigo mismo: burlas, insultos, golpes y exclusión; son la sombra que acompaña la vida de millones de personas. Aunque no hay vergüenza ni culpa, el miedo se mantiene. Reconozco los límites de mi riesgo y aunque no es poco, también sé que no debería sentir ese miedo, ni siquiera a nivel molecular.

Hay vivencias que un dato estadístico no es capaz de explicar, y tiene que ver con cómo nos trastoca la existencia el hostigamiento, el maltrato por algo tan legítimamente humano. Es muy injusto -cuando el acoso se vuelve el lugar común- que todo gire a cómo le hace uno para pasar desapercibido y evitar la violencia: modular la forma de caminar, andar más rápido, ocultar el timbre agudo de la voz. La sensación de sentirte mal incluso antes de llegar a un lugar, porque de antemano es casi seguro de que va a ver alguien -inclusive que sin mala intención-, te haga saber que tienes razón en tener cuidado, en sentir miedo.

A veces me pongo a pensar cómo hubieran sido las cosas sin la maldita homofobia como ingrediente significativo durante mi experiencia de vida, pero el miedo me ayuda a entender cómo es el mundo, qué lugar ocupo en él y cómo enfrentarlo. Pero sobre todas las cosas, me permite pensar en la responsabilidad que tenemos las maricas más grandes sobre niños, niñas, adolescentes y jóvenes diversos, y en cómo podemos evitar que mi realidad no se repita dolorosamente en la suya.

 

 

Miguel Corral (Tijuana, 1983) es marica, militante por los derechos de la disidencia sexual y el VIH, maestro en Estudios Culturales por El Colef. Actualmente estudia el Doctorado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM y forma parte del Seminario de Investigación Avanzados en Estudios del Cuerpo. Es Vocal Titular ante el Consejo Nacional de Sida y Secretario de la Asociación de Ex-Becarios de la Embajada de Estados Unidos en México.

Contacto
e-mail: miguel.corral@comunidad.unammx.
Twitter: @elmaikco.

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