Fotografía de Editorial I filo sofía
Por Brenda Pérez
Curado de piñón: remedio para la orfandad
México es tierra mixta. Donde todo se entrecruza y se encuentra en la tradición. No importa dónde vivamos. Las profundas selvas, los edificios coloniales, el sabor a pulque nos encontrará. O al menos de eso se habla cuando se habla de México. Cuando intentamos sanar estas esperanzas ya lastimadas por los ríos de sangre, por los rostro sin nombre que yacen en nuestra tierra, por el potencial envenenado y lanzado a un precipicio sin miramiento. La tradición, con su colorido y longevidad, es la que sirve de consuelo cuando ya no queda de dónde sostenerse. De tradición es de lo que se menciona cuando se habla de las cosas buenas de este país, cuando uno se dice mexicano. De eso se habla cuando uno asegura sentirse orgulloso de esta patria.
Pero, yo… no.
Soy mexicana, está escrito claramente en mi acta de nacimiento, pero nací en una ciudad joven. Tan joven que puedo asegurar que crecimos a la par. Vi a esta ciudad extender a lo largo de un desierto que nos golpea con sus vientos de Santana en otoño. Una ciudad tan ajena a la tradición a pesar de que aquí es donde comienza la patria. Aunado a esto, queda una identidad que solo se estudia, nunca se experimenta; un desprendimiento absoluto de la tradición, y una nostalgia heredada desde el vientre, de una tierra que me ha otorgado todos sus rasgos pero nunca me pertenecerá.
Fue el olor del cempasúchil, la luz de la vela y el sabor a pan de muerto que me salvó de mi orfandad. Cuando me enfrenté al dolor de la primera despedida definitiva, encontré en el sentido del Día de muertos un remedio para que los recuerdo no se volvieran cuchillas que se quedan en la garganta, provocando que los digas en voz baja como si el nombre de los difuntos fuera una maldición.
La orfandad de identidad no es lo que me une con el protagonista de Curado de piñón para el corazón, obra de teatro del escritor mexicano, Hugo Ortega Vázquez. Es la heroína. A ambos, la visión mexicana de la muerte nos ha salvado de nuestras pequeñas tragedias.
Jeremías, nuestro protagonista, es atosigado en medio de la oscuridad por una serie de deidades que su único objetivo es hacerlo cruzar con engaños al más allá. Es la Catrina que con sin miramientos, artilugios y una voz sarcástica (pero fresca) frustra aquellos planes. Ofreciendo su hogar, un hogar donde “siempre se ríe, hay fiesta con piquete o sin piquete. No se llora, no se sufre. Se recuerda con alegría. Se hacen calaveritas”, todo ello ofrecido a nuestro protagonista, a quien ve como es: un ser lejos de ser buen ejemplo, un simple mortal. La catrina, con su curado de piñón y su sinceridad, se convierte en un heroína en esta historia.
Gracias a estos elementos la obra nos muestra un contraste entre la visión de la muerte del viejo continente con la mexicana que ejemplifica el sentido de nuestra tradición. El dos de noviembre no se le rinde tributo al hecho de morir sino a nuestros muertos, creando un puente hacia una tregua con la angustia del fin de nuestra existencia. Despojándola del mito, de la leyenda, de la nostalgia y nos permite reír con los recuerdos, trayendo a la vida a los que queremos. El dos de noviembre en México es una tradición ambivalente en donde la solemnidad y la fiesta confluyen. Donde no hay santos ni dioses. Solo recuerdos vivos. Solo verdades.
La editorial I filo Sofía nos trae esta historia sencilla y sin muchas preocupaciones, pero que se convierte en una apología del dos noviembre, de su catrina, de lo que representa a través de un contraste bien pensado y un tono irreverente que no se preocupa de incomodar. En una edición ideal para los momentos de espera y que ayuda al acercamiento de un género poco leído.
A Jeremías, la catrina lo salvó con su sarcasmo y rudeza de espíritu, y en cuanto a mí, me regaló mis recuerdos sin dolor. Un día donde el talle esbelto de la bisabuela, la sonrisa de Cita y el nombre de la que fue una segunda madre regresan intactos al hogar. En este desierto donde a uno “se le pueden perder las costumbres” son mis muertos quienes me plantan profundamente y me regresan la patria que perdí porque “uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”.
Mis muertos, me hicieron sentir mexicana.
Brenda Pérez, ocasional nadadora, fervientes espectadora del teatro y a veces escribe malos versos. Estudia la licenciatura en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California. Fue coordinadora general de la segunda edición del Encuentro Fronterizo de Estudiantes de Lengua y Literatura. Ha participado en diversos talleres de actuación y de creación de textos dramáticos. Va de puerta en puerta en busca de baldosas amarillas.
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