Devenir Marica

“Antes que la alcoba matrimonial de Foucault o cualquier otra habitación de la casa, el cuarto de baño es el primer dispositivo de control corporal que se nos presenta transparente, sin que haya necesidad de interpretarlo: con el advenimiento de la modernidad el baño lo asumimos como perteneciente al orden de lo normal”.

Por Miguel Corral

 

Devenir Marica

Desde que recuerdo, siempre supe que soy maricón. Además, lo reiteré una y otra vez con cada burla y con cada insulto que recibía. Desde niño, entonces, mi orientación sexual se me presentó como algo problemático y, por algún motivo, sabía que lo sería siempre y también que, como era ya evidente, inclusive cuando tratara de negarlo, los demás siempre encontrarían la manera (algunas veces crueles, otras simplonas, pero siempre hirientes) de hacérmelo saber. Soy como soy dicho. Soy la palabra del Otro, encarnada.

No es que yo lo elaborara así a los seis años, claro que no. Pero así se sentía. Desde aquel momento ya estaba resignado a sentirme incómodo conmigo, a que la injuria sería uno de los tonos que utilizaría la gente para referirse a mí persona, a esconderme. Me acostumbré a las bondades de pasar desapercibido, a hacerme notar lo menos posible.

No buscaba anularme, no. Más bien, aquella sensación era como la de una sustancia que impregnaba mi consciencia sin que nada se pudiera hacer al respecto, tan sólo resignarme a que esa era la regla; tenía la sensación de cuando comienza a nevar en aquella tarde helada del invierno, y lentamente todo se va cubriendo de blanco virginal, hasta que no queda nada más allá de la nieve que lo cubre todo.

Y sumido en tal resignación fue que no me sentí en la obligación de pretender ser masculino o fingir atracción hacia las mujeres. Esa era tal vez la mayor de las bondades de la resignación: no tenía que pelear conmigo mismo ni pretender ser “normal”.

Me di cuenta desde entonces que lo que me pasaba tenía que ver con el hecho de saberme diferente, que no era igual que los otros niños, que mi comportamiento se asemejaba más al esperado en una niña, que me prefería los juguetes de “niñas” y que eso, en resumidas cuentas, no estaba bien. Pero en este punto nada tenía que ver con mi sexualidad.

Mi orientación sexual se develó ante mí a los siete años.
Hasta esa edad, todos los varones que formaban parte de mi mundo los (re)conocía: mis familiares, amigos, vecinos, comerciantes. Ellos siempre habían estado allí; le daban forma a mi experiencia.
Pero a los siete años comencé el preescolar y conocí a niños que nunca en mi vida había visto antes. Entre ellos, Isaac; y gracias a él fue que descubrí mi orientación sexual. Dicho descubrimiento no fue espontáneo ni fue de manera inmediata. Lo recuerdo más precisamente como un proceso fracturado, irregular, con tropiezos.
Pero un día cualquiera en el kínder, uno de esos días que por su irrelevancia puede ser cualquier otro día, en el que mientras juegas en el recreo y te tomas un Frutsi de uva, o le das una mordida al sándwich que cuidadosamente tu madre ha colocado en tu lonchera de Los Pitufos; uno de esos días en los que no te imaginarías que la vida iba a cambiar a partir de aquel momento, la profesora Marilú se dirigió al pequeño baño del aula y sacó improvisadamente del baño a dos niñas y a Isaac. Comenzaron a llorar. Había una conmoción colectiva en todo el jardín de niños, atribuida, aunque sin decirlo en voz alta, a la infracción cometida por nuestros compañeros. Entendíamos ya a esa edad que el baño es un lugar donde suceden las cosas privadas, donde el cuerpo desnudo y sus desechos quedan expuestos, donde se vuelve presente lo que nos avergüenza y da asco de nosotros mismos. Antes que la alcoba matrimonial de Foucault o cualquier otra habitación de la casa, el cuarto de baño es el primer dispositivo de control corporal que se nos presenta transparente, sin que haya necesidad de interpretarlo: con el advenimiento de la modernidad el baño lo asumimos como perteneciente al orden de lo normal.

En este orden de ideas, aquello por lo cual lloraban Isaac y las dos niñas, lo que todos los demás tratábamos de descifrar en un esfuerzo colectivo de dilucidación, tenía que ver con la imprudencia (o con la sola sospecha) de haber expuesto lo más íntimo del cuerpo frente a un tercero.

Fue sólo entonces cuando mi sexualidad se develó para mí. Franca (o mejor dicho, cínica); certera, sin titubear. No estaba confundido, no. “Isaac me gusta” pensé.

Conecté los puntos. A esas alturas sentía tener todas las cartas en la mano como para pensar que mi comportamiento femenino, mi afinidad por los juguetes de niñas y mi atracción hacia un varoncito, no eran asuntos aislados. Algo pasaba conmigo pero todavía no me era inteligible. Por fortuna, en mi casa había tres libros rojos y uno de ellos llamaba mi atención de manera particular. Acomodados en la parte media de un mueble con puertecillas de cristal un poco opaco, se leía en el lomo de aquel libro en letras doradas “sexualidad”. Esos tres libros (sexualidad y salud y bienestar I y II) eran una edición de los años setenta.

No recuerdo haber oído esa palabra antes. Aún así, sabía que allí se contenía la respuesta, y también sabía que no estaba permitido tomar ese libro. Sin importarme las consecuencias, me arriesgué a tomarlo y lo hojeé. Más o menos a la mitad se encontraba el capítulo sobre homosexualidad y desde el primer momento en que comencé a leerlo, me di cuenta que eso era exactamente lo que me pasaba a mí. Leí todo el capítulo y continué leyéndolo por varios años porque esa era la única referencia disponible con que iba a contar hasta muchos años después porque era mi única referencia sobre sexualidad y, como era claro, no estaba dispuesto a revelar mi curiosidad sobre el tema, y mucho menos, cuál era la causa de tanto interés. Según ese libro, objetivo y científico, la homosexualidad era una enfermedad y era justamente lo que me estaba pasando. Entonces, mi orientación sexual se hizo inteligible: soy homosexual y ¿estoy enfermo de homosexualidad? lo cierto es que nunca lo sentí así. Mi mortificación se desprendía de la violencia cotidiana que sufría –la cual buscaba evitar– pero nunca creí que lo mío era una enfermedad mental. En todo el caso el malestar eran las demás personas y su hate, pero a mí no me pertenecía.

Y así fui tejiendo mi vida, con historia de miedo, con mucha inseguridad, sintiendo vergüenza, culpa y resignación. Yo era dos personas, simultáneamente: el niño feliz que disfrutaba con los juegos, cantar en la ventana, estar con su familia y amigos; pero exactamente al mismo tiempo era aquel que calculaba cada gesto y movimiento, que medía cada detalle, cauteloso. Lo suficiente como para mostrar algo de mí mismo pero no tanto como para quedar expuesto y vulnerable frente a quienes se entretenían haciéndome burlas. Y ahora me resulta evidente, si soy honesto, que fallé en todos esos cálculos porque desde entonces y hasta la fecha mi forma de ser o expresarme ha sido un continuo target de burlas, insultos y violencia. Pero no quiero dar la idea equivocada de que mi felicidad era fingida mientras “dentro de mí” deambulaban subrepticios y paranoicos deseos de anularme. Nada de eso. Ahora que lo veo en retrospectiva, creo que ambos dialogaban, coexistiendo. Después de todo, yo soy muchos.

Aprendí a vivir con ello muy bien, generalmente.

Marica feminista.

Si de niño me fue develada mi mariconez antes que nada a través de las burlas y los insultos de la gente, ahora mi ser maricón se me manifiesta en clave feminista. Gracias al feminismo, aquello que alguna vez fue motivo de vergüenza, miedo y resignación se ha convertido en un campo estratégico de emancipación, dignidad y orgullo de mi diferencia. El feminismo me sigue ayudando a reconciliarme conmigo. Ha sido un lugar de muchos aprendizajes, de revelaciones y de toma de conciencia; pero sobre todo y desde entonces, ha sido un refugio seguro, de cuidado y encuentros, en el que he me ayudó a re-significar mi vida de otra manera y darle sentido. Conocí y aprendí a reconocer las estructuras en las que nos encontramos inscriptos, cómo somos codificados para reproducir sistemáticamente los mismos mecanismos de opresión que nos subordinan, cómo participamos de ellos y, sobre todo, cómo hacemos para dislocarlos.

 

 

Miguel Corral (Tijuana, 1983) es marica, militante por los derechos de la disidencia sexual y el VIH, maestro en Estudios Culturales por El Colef. Actualmente estudia el Doctorado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM y forma parte del Seminario de Investigación Avanzados en Estudios del Cuerpo. Es co-presidente del Comité Binacional de VIH/sida e ITS San Diego-Tijuana, Vocal Titular ante el Consejo Nacional de Sida y Secretario de la Asociación de Ex-Becarios de la Embajada de Estados Unidos en México.

Contacto
e-mail: miguel.corral@comunidad.unammx.
Twitter: @elmaikco.

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