Lo haré yo

por Andrea Gabriela Silva Ramírez*

“Lo miré. Sus ojos estaban fijos en los míos. Sonreí y respondí:
—No. Lo haré yo.
El reflejo sonrió. Esta vez, los dos lo hicimos”.

Desperté en mi cama con la ropa del día anterior, aunque juraría que me había puesto la pijama. Al revisar mi ropa, noté una mancha de sangre. Miré mi cuerpo con miedo: no tenía dolor ni herida alguna que la explicara. Caminé por la habitación intentando comprender. Sabía que si bajaba así asustaría a mi familia, así que me cambié. Al salir, la casa estaba extrañamente silenciosa y fría. Busqué a mis padres, pero no había nadie.

Tal vez se fueron a trabajar temprano ¿Qué les hace pensar que dejar a un niño de diez años solo es buena idea? —dije en voz alta. Serví mi cereal y decidí no ir a clases. No había quien me lo impidiera, y un día libre no haría daño. La casa permanecía helada. Esperaba la llamada de mamá, pero no llegó. Me sentía olvidado y molesto.

Hice lo que cualquier niño sin supervisión haría: corrí por los pasillos, salté en las camas, subí a los muebles para alcanzar los dulces prohibidos. A veces, entre risas, creía escuchar pasos o una voz que me susurraba mi nombre. Al caer la noche, me pregunté dónde estaban mis padres. Subí a mi habitación, me puse mi pijama favorita y entré al baño a lavarme los dientes.

Al mirarme en el espejo, algo me inquietó. Mi reflejo estaba extraño. Moví las manos, hice gestos… pero de pronto dejó de imitarme. Se quedó quieto.

Me paralicé. El miedo me congeló. Murmuré:

—¿Quién eres? Esto no es normal… tengo miedo. El reflejo respondió:

Soy tú. Tu mejor versión. Lo que siempre quisiste ser. Pero estoy atrapado aquí. Déjame salir, como lo hiciste ayer.

¿Dejarte salir? Creo que me estoy volviendo loco.

El aire se volvió más frío, como nieve que se infiltra en los huesos.

Déjame salir —insistió—. Ayer nos divertimos, ¿recuerdas?

No… ¿qué hicimos ayer?

Debiste revisar la casa hoy. Aún tienes tiempo. Encuéntralo.

—¿Qué debo encontrar?

No entendía, pero el miedo me empujó a revisar cada rincón… todo, menos el sótano. Siempre me dio miedo. Dudé, pero era el único lugar que faltaba. Bajé lentamente. Cada escalón crujía como si la casa respirara. Un olor metálico llenó el aire. Cuando encendí la luz, lo entendí todo.

Mis padres estaban allí, atados y amordazados. Al verme, comenzaron a llorar. Sus ojos reflejaban un terror que no podía comprender.

Corrí al baño del sótano y miré el espejo: el reflejo había regresado.

—Lo encontraste —dijo con una sonrisa torcida.

No entiendo¿Qué pasó? mi voz temblaba, pero no sentía miedo.

Te lo dije. Nos divertimos ayer. Tú lo querías… y yo lo hice realidad. Pero no terminé. Su voz se volvió grave, burlona.

¿Me dejarás terminar?

Lo miré. Sus ojos estaban fijos en los míos. Sonreí y respondí:

No. Lo haré yo.

El reflejo sonrió. Esta vez, los dos lo hicimos.

.


*Andrea Silva, de 23 años, estudia la carrera de Lengua y Literatura de Hispanoamérica en la Universidad Autónoma de Baja California. Suele escribir sobre todo lo que piensa: desde el romance más grande hasta la tristeza más desgarradora. Instagram: @vozquenoocurre

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