Violentae ergo mal

La violencia, a pesar de su uso popular, se posiciona en un campo minado metalingüístico. Resulta complicado o conveniente «según sea el caso» la versatilidad que posee la violencia en cuanto a su amplitud de elementos.

“Sólo los espíritus superficiales
abordan las ideas con delicadeza”.

– Emil Cioran

La violencia, a pesar de su uso popular, se posiciona en un campo minado metalingüístico. Resulta complicado o conveniente «según sea el caso» la versatilidad que posee la violencia en cuanto a su amplitud de elementos. Tanto en la cultura, como en diferentes disciplinas que le han estudiado, la violencia abarca la transgresión, agresión, aflicción, alteración, perturbación, destrucción, muerte, extremismo, flagelación o abuso de un ente, sujeto, objeto o estado a otro, u otra, en un nivel emocional, físico, moral, individual, particular o colectivo, por medio de la acción «directa o indirecta» lasciva, de fuerza «o no», deliberada, arbitraria o maquiavélica.

Ejemplos asequibles, más allá de los diccionarios de diferentes disciplinas, son textos como “Sobre la violencia”, de Hannah Arendt, donde las definiciones de violencia se van moviendo junto al discurso sin precisar alguna en concreto. Esto no priva al texto de un magistral trabajo para analizar la violencia y sus implicaciones sociales, pero deja de lado la posibilidad de sintetizar o concretar una definición. Lo mismo haría Zizek en “Sobre la violencia: seis reflexiones marginales” definiendo los tipos de violencia según niveles y formas «mas no de la violencia per se». Así bien, estos dos textos «como muchos otros» apelan a esta omisión o ambigüedad del concepto “violencia” por mor de sus objetivos, los cuales, no me compete interpretar. Mi intención no es denunciar una crisis epistemológica o desatención académica e intelectual para resolverla posteriormente, sino evidenciarla como el campo frágil sobre el cual inicia este ensayo.

Atendido este punto, abordaremos la violencia no como un concepto o una idea sino como una condición o magnitud que posee una relación medios-fines, aprovechando el aporte de Arendt sobre la materia, y se manifiesta por medio de la acción. Si bien, este entender de la violencia posee otros elementos, estos serán relevantes sólo en la medida de la intencionalidad (relación medios-fines) y los implicados en ella (afectados directos, indirectos e incidentales). Por ejemplo, una bomba tiene un grado de violencia específico si se estalla para destruir un edificio sin personas dentro, con fines económicos, y otro si se usa para hacer estallar un tanque militar o un supermercado con varias centenas de civiles con fines bélicos o de perturbación política y social. Por obvio que esto parezca, es pertinente entender cómo se desplaza la violencia desde puntos aparentemente “no violentos” a los que se pueden obviar como tales.

Otro punto esencial para poder abordar la violencia será el espectador, transductor del acto o fenómeno violento. En este hay una construcción social sobre los niveles de violencia, según su intencionalidad y sus afectados; además, a través de la subjetividad y medios al alcance, recibe la información del acto violento y lo decodifica en un juicio de valor (interpretación). El transductor puede estar implicado o no en el fenómeno, pero es quien aporta la focalización con la cual se medirá la violencia. Sin un interpretante el acto violento no es tal en medida que sus elementos no son analizados, sintetizados y evaluados. En el caso de un transductor que sea la víctima directa o indirecta de la violencia, se generan categorías diversas. Tanto la violencia simbólica de la que habla Zizek (una violencia que se justifica por la estructura que envuelve a la víctima validándola en su particular subjetividad) o la zona gris de la que habla Primo Levi, donde el rol actancial de los sujetos en el cuadro violento se desdibuja y ambigua entre victimario y víctima; estas, entre muchas más, son ejemplos de estas posibles condiciones de interpretación desde un transductor-víctima.

Cuando un transductor es un sujeto externo, que no se ve envuelto por el acto violento, la subjetividad se vuelve aún más arbitraria y se diversifica. Por ejemplo, un medio televisivo anuncia un atentado contra manifestantes por parte del estado. En esta violencia el transductor no es el espectador, sino el medio televisivo que decide los matices y tonos discursivos para generar una subjetividad específica de la violencia, la cual, la aminora o maximiza según sean los objetivos comunicativos. La objetividad «o su intento» del hecho violento requiere, como todo aspecto cualitativo, ser evaluado con delicadeza y prestando atención a los aparatos subjetivos que miden y califican la magnitud y calidad de violencia, con sus categorías. Así pues, un acto violento visto objetivamente «en la medida de lo posible» deja de serlo si, en la medida que se vuelve un ejercicio de fuerzas y de poder, se le interpreta sobre su propio eje. El poder cuando busca afirmarse como tal, diría Sayak Valencia, usa la violencia en última instancia, más la violencia no requiere del poder para ser. Es la relación en los elementos que se mencionaron donde se generan las relaciones de poder, pero la violencia, analizada en el conjunto de esos elementos no sólo es su relación de fuerzas (magnitud) sino depende de otros elementos, estadios en que se efectúan, desarrollan o se reciben acciones. El poder se ejerce, la violencia se aflige y se comunica. Además, Si hay poder hay resistencia al poder, pero si hay violencia, puede haber resistencia o continuidad hasta el agotamiento de las magnitudes, implicados o medios-fines. El tornado, violentando un campo de maíz, no recibe una respuesta que lo frene más allá del agotamiento de las fuerzas que propiciaron su acción «su fin es agotarse para alcanzar el equilibrio de las temperaturas que lo iniciaron, un agotamiento de fuerzas más no de la violencia de éstas»; al igual, un soldado no frena la violencia hasta haber consumado los fines, agotado los medios, terminado con los implicados o al no poder sostener la magnitud de violencia en el acto que efectúa «o morir».

El victimario, ejecutor o agente del acto violento no comprende a la violencia como tal, pues se le otorga al acto una calidad agéntica, desde su relación medios-fines que le llevan a esa magnitud y calidad el acto, sea consciente de ello o no en su actancia de instrumento (1). La decisión de hacerlo es propia del ejecutor, pero la violencia no es interpretada desde el actante sino desde los transductores. Sólo cuando el victimario reflexiona e interpreta «previa o posteriormente» su actuar descubre la violencia de su praxis, más no es ya el victimario per se, sino un transductor que ha experimentado uno de los polos del acto, y consecuentemente, posee una subjetividad distinta a los otros implicados. El victimario, cabe aclarar, es culpable de sus acciones y con ello de los medios-fines en que, por su magnitud, son violentas; así mismo, de sus consecuencias. Sin embargo, es importante entender que la violencia no es un fin en sí misma, ni un medio, sino un grado en ellos (magnitud).

En un entorno social, donde el transductor se vuelve un massmedia, ya sea la televisión, los diarios, las redes sociales o los programas en streaming, el aparato subjetivo que califica a la violencia se vuelve más reducido en sus interpretaciones. El espectador, en este caso de carácter colectivo, sólo posee los elementos que ha traducido el medio para su interpretación. El imaginario social, con todas sus implicaciones, modela en sus individuos una subjetividad arbitraria de diversas naturalezas y magnitudes de lo violento según sea el caso de la hegemonía «al casi desaparecer los massmedia de contracultura o izquierda en el nuevo milenio». Esto, aunado a la hipermodernidad y la saturación de información de esta era digital, desarrolla en los individuos, ya sean implicados o no, una gama específica de categorías para interpretar la violencia que les acontece en el entorno. Según Lipovetsky, “el Yo se realza y se convierte en el gran objeto de culto de la posmodernidad”. La insuficiencia de aparatos culturales e ideológicos que trasciendan la individualidad restringe más la gama de actos individuales «y espacios semánticos de interpretación» llevándolo a sus limítrofes como sujeto individual.

Es de vital importancia comprender cómo la aproximación empírica de un sujeto a la violencia permite que la subjetividad interprete los elementos y no los reciba desde otro transductor (massmedia) para poder entender mejor al fenómeno violento. En Tijuana, por ejemplo, los índices de violencia son alarmantes cuando los medios comparten las cifras de violaciones, desaparecidos, asesinatos, pobreza, asaltos, entre otros; mas, esto no basta para frenar las dinámicas de quienes habitan inmersos en esta violencia. Pero, cuando la violencia se manifiesta en las calles, cuando un asesinato ocurre en el centro de la ciudad, la ciudadanía que por ahí transita se pasma y observa atenta las torres de las patrullas, los cordones amarillos, las señas de los oficiales y se aflige. Por un lapsus, el sujeto se desdobla ante la situación y comienza el proceso de traducción. Esto se debe, como se mencionó antes, a que la propia subjetividad es la que ahora, sin un transductor intermediario, debe interpretar lo que ve. En este plano, el transductor debe llevar aquel bagaje social sobre lo que comprende como violencia, mismo constructo generado por otros transductores, y buscar que amolde en lo que experimenta; cuando esto no se logra, debido a que la cifra abstracta se convierte en materia ante sus ojos, el transductor se ve afligido, violentado por la experiencia de recibir esta información y se ve obligado a entrar en lo relativo a los implicados, como un involucrado incidental (2).

Comprendidos, a grandes rasgos, los elementos de la violencia, ¿cómo se clasifica? ¿qué categorías hay para situarle, ordenarle y nombrarle en el proceso de pensamiento de quienes la observan o afligen? ¿qué calidad tiene según sus elementos?

El axioma violentae ergo mal es el objetivo por violentar en el presente texto. Al presentar cómo se configura la violencia podemos comenzar con la faena de interpretar los casos y categorías y sus correspondientes valoraciones. Así, la violencia se vuelve un instrumento de medida más que una categoría per se que permita eludir la complejidad de los fenómenos donde se manifiesta.

La violencia, al ser una magnitud y calidad de elementos (implicados-transductores), se puede enmarcar para elaborar nuevas interpretaciones de ello. La calidad de valor negativo, por ejemplo, recaerá en una evaluación de las magnitudes «los medios que se toman, los fines que se buscan», la autoridad que ejerce la permisión al ejecutor «intrasubjetiva o extrasubjetiva», los implicados «si son objetos, entornos, sujetos (individuales o colectivos), directos, indirectos o incidentales» y el transductor que interpreta el fenómeno «que a su vez puede ser interno o externo». Con ello, posicionar la violencia en un análisis puede arrojar interpretaciones más cercanas al fenómeno.

Ejemplo de lo antes dicho pueden ser los sucesos no calificados o discutidos como violentos, pero que tienen alto grado de violencia. Uno de ellos, el alumbramiento. Analizando los elementos, el alumbramiento posee un alto grado de violencia sobre el individuo que nace. El cambio de un estado de confort, protección, sustento y desarrollo es interrumpido abruptamente por agentes externos a él «el metabolismo de la madre, el cirujano que efectúa la cesaría, el cumplimiento de su desarrollo», y es expuesto a factores que le transgreden, afligen y perturban «como la exposición a otras temperaturas, el aire, las manos que tocan su piel que desconoce contacto alguno, los ruidos y luces desconocidos» y, si agregamos la tradicional nalgada-pellizco o cualquier acción del médico para producir el llanto, el infante, visto como implicado y transductor, se ve violentado en considerable magnitud, Dicho esto: ¿Es violencia? ¿En qué categoría o valoración entra? Se obvia, probablemente, que la violencia de dicho acto es incidental y necesaria para el alumbramiento, así como que el infante carece de un constructo social para evaluar lo que ocurre. Por otra parte, en caso de no haber dicha violencia, tanto el infante como la madre se verían expuestos a riesgos mayores, como la muerte, máxima consecuencia de los actos violentos. Entonces, aquí la relación medios-fines buscan la supresión de violencias mayores a los implicados, por consiguiente, los ejecutores actúan bajo un discurso ético «o mejor dicho, biopolítico» más que por el deseo propio de la subjetividad (3).

Como el caso citado antes, hay muchos de los cuales la controversia es casi inexistente, debido a su habituación o normalización, como lo pueden ser las mutaciones hormonales del adolescente, el acto sexual «violento en muchos niveles», o la muerte conocida como “natural”, las crisis psicológicas que cruza un individuo en el desarrollo humano «con sus respectivas discusiones sobre lo que implica», entre varios más.

Otro fenómeno por considerar bajo esta lupa es el caso del aborto. En dicha situación hay dos posibles acciones principales «que se derivan en diversas subyacentes»: continuar con el proceso de gestación, o interrumpirlo. En el primer caso, se da el caso antes citado; en el segundo, se genera otro tipo de violencia desde la óptica del feto «si comprendemos a este como un sujeto con sistema nervioso central que percibe estímulos externos y, por consiguiente, se aflige», el de los que circundan el proceso o de la madre. En esta problemática, la transducción es de vital importancia. Por un lado, la óptica social y cultural conservadora reprime el acto del aborto como una violencia bajo el discurso biopolítico judeo-cristiano de preservar la vida, misma que es sagrada y natural; por otro lado, las posiciones de izquierda o feministas apelan a una violencia a la mujer que gesta al infante al no poder decidir sobre su cuerpo y ser obligada a producir infantes antes que decidir en garantía de humana e individua. En ambas posturas, la violencia modifica su valor según el punto que interpreta, y con ello, la naturalidad o conveniencia de lo violento. El consenso de transductores, pues, determinará en este caso la valoración del acto violento y con ello su categoría.

Otro ejemplo de mayor envergadura en cuanto a su escrutinio y análisis puede ser, por excelencia, el holocausto. Tema que revoluciona la violencia tal como se conocía, visto desde un punto analítico. La fórmula, por ejemplo, de posicionar al transductor en la óptica de un sujeto directo, indirecto o incidental propicia una interpretación de la violencia con una magnitud inigualable hasta ese momento. Sin embargo, según historiadores y analistas del suceso «entre ellos el mismo Primo Levi», para varios miembros del Nacional Socialismo el grado de violencia era incidental, como anuncia la famosa fórmula del estudio que presenta Pressac donde el problema no era asesinar a los judíos, sino deshacerse de los cadáveres; la violencia, con una transducción técnica, posee medios y fines pragmáticos en los cuales la valoración del transductor se enfoca no en los implicados directos, sino en los indirectos «los que perciben la pestilencia, los que deben deshacerse de los cadáveres, etc.». Al igual que los ejemplos anteriores el consenso de interpretaciones de los transductores es el que da la calidad y magnitud violenta al acto, y no el acto violento per se. La óptica de la transducción no elimina la violencia, como se ve en los casos antes expuestos, pero sí otorga su categoría, magnitud y consecuente valoración generando así su normalización o su repulsión.

La fórmula nietzscheana de no existen hechos, sólo interpretaciones, parece ser la conclusión de las presentes reflexiones. Sin embargo, el hecho violento precede al transductor, es trabajo de éste puntualizar los elementos «con apoyo de lo intra y extrasubjetivo» para darle su posición dentro de lo normativo. Para generar una lectura de la violencia, se requiere qué leer. El acto violento no lo es hasta haberse efectuado, previamente es potencialmente violento, pero no es tal hasta su manifestación, su aflicción y su interpretación.

Dicho todo lo anterior, es trabajo de futuras reflexiones más esquemáticas y sistémicas elaborar posibles modelos para entender mejor este conjunto que implica la violencia. Así mismo, reflexionar sobre los elementos antes dichos debe, en primera instancia, replantear las violencias que pasan desapercibidas por “normales” o “naturales” y tener una comprensión más íntima de dichos fenómenos; a su vez, de las que se categorizan como repudiables o nocivas a priori, sin haber entendido su porqué. Esto, que en apariencia ya se ha dicho, es un rasgo desatendido por el imaginario social actual, donde el axioma violentae ergo mal se manifiesta constantemente en las pancartas y luchas de las diversificadas izquierdas actuales. Comprender «o cuando mínimo el intento de ello» qué actos violentos, inherentes a las contraculturas, son precisos y válidos pueden evitar que las violencias se disparen indiscriminadamente bajo su relación medios-fines, auto justificándose en las ópticas y transducciones, o pasando por alto a los implicados en el proceso. Además, no sólo evaluar las que son nocivas, sino las que son necesarias para que una contracultura, izquierda o minoría alcance sus fines del mejor modo posible, sin refugiarse en burbujas ideológicas o evasivas de confort infructíferas para ello. La delicadeza de un momento socio-cultural e histórico donde los individuos se resguardan en sus aislamientos virtuales o físicos, por supervivencia de la hiperproducción y el torrente de vertientes ideológicas al que no logran hacer frente, debe, por necesidad, violentarse para salir de la pasividad por mor de un cambio radical de la cultura, ya sea una violencia cognitiva «como lo es la reestructuración de los esquemas y constructos sociales en masa por medios de discursos críticos», afectiva «en el plano psicológico», política, actitudinal, etc. El problema de esta violencia que se precisa será: ¿de qué violencia, o de qué violencias se ha de tratar? Para esto, como se dijo antes, se requiere la praxis y su posterior pausa a la transducción.

Notas:

  1. El estado agéntico ha sido estudiado y demostrado en varios experimentos y estudios de la psicología social. La consciencia no se anula, según esto, por una figura de autoridad, pero es ésta la que proporciona a esa conciencia un estado permisivo para romper las medidas de lo “válido” o “permisible” debido a que la responsabilidad de las consecuencias del acto recae en la figura de la autoridad y no en el individuo que actúa. Así, la violencia no es una magnitud deplorable en la medida que se aleja de mi dominio y se deposita en un factor externo, cuyos fines y medios no me corresponden como instrumento para ello. El impulso para actuar, claro está, se produce en un plano intrasubjetivo o extrasubjetivo, por lo cual la figura de autoridad puede ser interna «superyó» o externa «sujetos, situaciones, entornos, etc.». Si bien, el superyó tiene su construcción en lo extrasubjetivo, depende es quien modela y recibe los posibles impulsos del ego y su ello, por consiguiente, más que un factor externo, depende también de los impulsos y las lógicas inmanentes del sujeto.
  2. Esta experiencia o aflicción bien puede ser lo que Sayak Valencia muestra en el capitalismo gore, donde las dinámicas mediáticas, económicas y políticas lucran con la violencia para generar una estética (estructura subjetiva) que vuelva fascinante o fetichice a la materia que se experimenta en la interpretación del transductor. Con ello, se da una muletilla interpretativa al transductor para escapar de la aflicción negativa de verse incidentalmente inmerso en lo violento.
  3. Omito deliberadamente el discurso de lo “natural” en el parto, pues el justificar un acto violento bajo términos orgánicos o naturales culmina en un discurso que ya se ha deshechado desde los planos sociales, donde lo natural no existe, o bien, es por sí mismo un constructo social.
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