Por Natalia Moreno
Desde chica, mi problema siempre fue ser muy necia: con lo que comía, lo que jugaba, lo que decía. Y si eres necio, tu carácter se forma con cosas que pensabas que estaban bien, pero resulta que no lo eran. Ahí está la explicación de mi ser defectuoso y mi espíritu torcido.
Otro problema es que era necia con las causas equivocadas, como el amor. Amar demasiado al que no ama de vuelta, amar algo que no existe, y sobre todo amar cuando ni amor tengo.
Por eso decidí liberarme de mi necedad, enterrarla antes de que ella lo haga conmigo, despedirnos con un beso casi vulgar y un “no es cierto” final, que cierre todas las oraciones y cartas que voy a mandar a futuro.
Verás, el truco para sepultar algo que ni siquiera es tangible se encuentra en las palabras que le dices para despedirlo. Pueden ser dulces o groseras, incluso corrientes a orilla de ser tabú. Pero la pronunciación es el acto más importante del exilio subterráneo de lo que ya no deseas de ti mismo.
Entonces, dices algo como “siempre me hiciste imbécil, pero ya no tienes poder sobre mí, así que púdrete” o “gracias por hacerme venir tres veces aquella noche, jamás pensé que el odio propio me pudiera llegar a excitar, pero ya no te necesito”. Así, como raíces moribundas, extirpas cada recuerdo incómodo de lo que vas a dejar, te quitas todo desde adentro para dejar un hueco profundo y maravilloso.
Para concluir e iniciar de nuevo, debes secar tu cuerpo con uno o dos baños de sol, tal vez hasta tres, para que la humedad de lo odiado se evapore con lo relativamente bueno. Luego comienzas a sembrar alguna cualidad, recuerdo blando. Y aquí no hay problema si eres malo para cuidar lo que siembras (yo llegué a matar un cactus); lo importante es dejar una semilla. El resto se hace solo.
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Natalia Moreno Originaria de Tijuana, con muchas cosas que decir y poco tiempo para formular las oraciones correctas.
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