Repetir es resistir

El escenario pronto causó en mí un aturdidor sentimiento de vacío. Fue entonces cuando lo noté: había pasado todo el camino contando, uno a uno, los postes que la guayina alcanzaba a su paso.
Repetir es resistir: apuntes sobre la naturaleza de las compulsiones

Hay un episodio de mi infancia que recuerdo con especial claridad. Mi madre manejaba nuestra guayina Toyota del 96, yo hacía las suertes de copiloto. Atravesábamos una gran avenida y a nuestro alrededor no había más que grandes postes que conectaban extensos circuitos eléctricos, cerros invadidos por arbustos y alguna que otra casa. El escenario pronto causó en mí un aturdidor sentimiento de vacío. Fue entonces cuando lo noté: había pasado todo el camino contando, uno a uno, los postes que la guayina alcanzaba a su paso. ¿Qué determinación me había llevado a ese extraño divertimento? La respuesta a tal pregunta me resultaba incomprensible. No obstante, avergonzada, entendí que había mordido mi propio anzuelo. Ya no pude dejar de repetir aquel hábito tan singular hasta mucho tiempo después.

Las compulsiones entrañan para quien las padece una determinada dosis de vergüenza autopunitiva. Nadie quiere confesar que, cuando ninguna persona está viendo, se saca los mocos para comérselos, y aún más, que con el paso del tiempo ha aprendido a elegir para su festín los más verdes y viscositos. Aunque forman parte consustancial de nuestra rutina, las compulsiones son negadas ante los otros, reprimidas severamente hasta su falsa elisión.

Descubrirme contando con aquel empeño cada poste que abandonaba a mi paso, me hizo sentir una profunda animadversión contra mí misma. Era un hecho. Esta nueva compulsión se había vuelto constitutiva de mi naturaleza pero no podía aceptarlo. Un sentimiento de culpa abarcaba mis pensamientos al saberme víctima de mis propias diversiones, pero es difícil describir de qué manera tal culpabilidad se combinaba con la inevitable determinación de seguirlo haciendo.

Los psicoanalistas podrán desmentirme, pero me resulta atractivo pensar que las compulsiones no son otra cosa más que enérgicos anclajes a una forma de vida desligada de cualquier imperativo productivista, muy cercana a la que experimentó el ser humano más primitivo que guiaba sus acciones exclusivamente por el instinto.

Picarse las orejas con un cotonete, lavarse las manos muchas veces en el día o revisar constantemente si la llave del gas se encuentra bien cerrada son compulsiones que, en el contexto más actual, también pueden leerse como evasiones a ese sistema económico que el ‘‘Bifo’’ Berardi llama semiocapitalismo, en tanto que la inversión emocional, psíquica e intelectual necesarias para su triunfo se ve disminuida por la desviación de esa misma inversión hacia otro tipo de actividades, estériles y sinsentido, las cuales regresan al ser humano la certeza de su condición ‘animal’ en detrimento del imperativo que obliga a lxs nuevos humanos a afirmarse en su condición ‘intelectual’.

Solo por si se lo estaban preguntando, diré que he abandonado mi costumbre infantil de contar los postes. Conquisté nuevas y mejores compulsiones, pero ahora cada vez que las descubro, prefiero evidenciarlas hasta el punto de hacerlas desaparecer. Procuro no avergonzarme ni negar que tengo una compulsión por acariciarme el cabello o por morderme los pedacitos de piel que rodean las uñas, porque pienso que las compulsiones son maneras auténticas –e inconscientes– de resistencia ante un sistema que exige el máximo de productividad en el menor tiempo posible, también diré que no me parecen destructivas, sino todo lo contrario.

No encuentro mejor manera de afirmar nuestra humanidad, en medio de un sistema económico que privilegia la deshumanización, que la de regresar a esos impulsos básicos, primitivos, los cuales tienden a la repetición en un intento –quizá exiguo, quizá no tanto– de reintegrar aquello que se era antes de todo, antes del trabajo, antes del deseo, antes del intelecto, en fin, antes de la compulsión.

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