A dos cuadras

Cuando pienso en un lugar especial en Tijuana me remito al CECUT o al Pasaje Revolución. Pienso en los salones de danza del CEART en donde realicé mi diplomado, pero hay un lugar en donde el dinamismo real y cotidiano de la ciudad se me hizo evidente: la colonia Mariano Matamoros.

 

Por Damián Criollo
Foto: Audrey Johnson

 

A dos cuadras

 

 

Fotografía por Audrey Johnson

Cuando pienso en un lugar especial en Tijuana, como artista me remito al CECUT por su trabajo escénico o al Pasaje Revolución por su dinamismo cultural y artesanal. Pienso en los salones de danza del CEART en donde realicé mi diplomado, varios talleres y desarrollé mi vida en el tiempo que viví en Tijuana, pero hay un lugar en donde el dinamismo real y cotidiano de la ciudad se me hizo evidente: la colonia Mariano Matamoros.

Dicen que en el Mariano hace unos años encontraban gente muerta en la calle, yo a veces escuchaba balazos o al menos eso creía; mis muchos vecinos se divertían, hacían asado, compraban mucha cerveza, ponían música y no sólo corridos, alguna madrugada que regresaba a casa escuché a mi vecino cantar “Calaveras y diablitos”.

Era muy conveniente tener cerca el Waldos que abría muy temprano. Cuando regresaba en la mañana del centro ya tenía lista mi agua de coco, y al otro lado de mi casa, dos días a la semana, se ponía un sobreruedas. Era sorprendente la variedad de cosas que allí encontré, memoria antropológica latente que evidencia la particular identidad de un tijuanense, además de sus respectivos tacos desde los 5 a los 25 pesos, maravillas de sencillez y destreza. La mejor taquería de la ciudad quedaba a dos cuadras de mi casa. Fue por esa taquería que volví a la carne.

Tijuana no es una ciudad muy amable en el transporte público. Las calafias, “confiables” transportes proletarios, tienden a adoptar una estética peculiar que pasa por el cristiano, el sexista, el buchón, los hinchas (ya sean de fútbol, béisbol o fútbol americano), los hommies, y un buen etcétera. Aunque puedan faltar los frenos a su calafía, nunca faltarán unas enormes bocinas que te dejen en el embale del chofer parcialmente sordo. Y aunque ese es otro tema, las mismas calafías de 10 y 12 pesos me llevaban de dos cuadras de mi casa a tres del CEART. Pasan también los ”taxis” que son una fortuna de transporte y que funcionan relativamente al mismo precio hasta la madrugada. Era ciertamente una solución muy adecuada en mi presupuesto estudiantil, viajar aunque sea esperando los 30 min que se demoraba en salir.

Mi casa estaba alejada de lo que la gente en la ciudad llama centro, cada vez que mencionaba dónde vivía, la gente se sorprendía y hasta se escandalizaba, me miraban como si viviera más allá de Tecate, y de hecho me decían en tono de broma que eso ya estaba fuera de la ciudad. Aunque sabía que era lejos, me encantaba. Para mí, ese era el centro (bueno, y “la 5 y 10” que en verdad sí es el centro). Cuando hacíamos fiestas en mi casa estaba, la Farmacia Roma en la que convenientemente vendían caguamas las 24 horas, y por el precio regular. Al frente estaba el Calimax, la señora del elote, la de los tamales de camarón, en la misma plaza estaba la lavandería, la papelería, al frente el gimnasio y por todos lados casas de cambio.

Me gustaba ver a la gente en la calle. Me sentaba a veces horas a atestiguar cómo se movía el sol sobre los muchos que viven por ahí, gente tan diversa que nunca terminé de comprender con certeza el pensamiento colectivo, llegué a pensar que no hay uno, aunque siempre lo sentí. Nunca había visto gente más grande en mi vida, tampoco tan flaca, nunca tan callados, y nunca tan escandalosos. Podía casi siempre ser invisible, pero cuando no, la gente me veía mis prendas. A veces salía de mi casa muy elegante y la gente me miraba extraño, a veces salía recién levantado de una cruda y la gente me miraba extraño.

Mi soledad fue más sostenible en esa esfera de dos cuadras donde todos sabían de mí y mi soledad, las diferencias de clase se limaban cada tres casas, una de pedazos de madera y metal y otra con piscina, al lado, una planta de marihuana como yerba mala en un jardín, y un árbol de pino escocés muy bien podado en la entrada del vecino, tranquila, misteriosa, oscura y luminosa, en la noche reino de los gatos, en el día de los perros, en invierno de los cuervos y en primavera de los niños.

Todo encontré a dos cuadras donde la luna me habló y un gato me adoptó, vi los cielos infinitos y altos desde la protuberancia del planeta, viajé a las estrellas en sus oscuros cielos, sentí el imperio del sol en mis mañanas, en mis tardes, en mis noches, amé de la mano y de los ojos de esa chica, me sentí uno con todos en mi naturaleza humana, cotidiana, encontré la profundidad de mi alma y la sencillez de sus matices, a dos cuadras de mi casa.

 

 

 

Damián Guillermo Criollo Villacis es quiteño, egresado de la Universidad Central del Ecuador de la carrera de Sociología. Maestro de Danza por el proyecto Futuro Sí del Frente de Danza Independiente, con diplomado del Centro de Danza y Producción Escénica de Baja California. Actualmente bailarín independiente, director de Umbílical Cuerpos Escénicos, cofundador y vicepresidente de la Red de Artistas en Movimiento, y escritor de la revista Chasqui Anarquista.

Contacto:
alephdamian@gmail.com

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