Calle Cuarta

Qué manera de terminar el viernes: plantado, sin feria y con frío…sentado en la barra del Santa Leyenda. ¡Ah, pinche vieja! Sabía que me iba a quedar mal, ni una cheve me compró. Apenas se estaba poniendo chingón el ambiente y ya tenía que irme…

Por: Flores, González, Hernández.

Qué manera de terminar el viernes: plantado, sin feria y con frío…sentado en la barra del Santa Leyenda. ¡Ah, pinche vieja! Sabía que me iba a quedar mal, ni una cheve me compró. Apenas se estaba poniendo chingón el ambiente y ya tenía que irme. Me estaba poniendo el saco, cuando el bartender me deslizó una Indio. Lo miré sorprendido, y señaló a un cuate sentado al otro extremo de la barra. Lo reconocí al instante, no había cambiado en nada: Eyad Guijón.

Caminé hacia él y le palmeé la espalda:

– ¡Hey, qué pedo wey!

-Ah, que sorpresa verte por aquí Javier. ¿Te diste una escapada del “Zeta”?

Me reí y me senté a su lado. Mi amigo se encontraba acompañado por dos morenas de cabello largo que parecían salidas de la revista “Campestre”.

-Pues sí, ya me quiero salir de ahí. Pero antes quiero juntar algo de dinero.

-Ahhh, ¿y eso?

-Busco inspiración para una novela – dije entre risas -Pero ya wey, cuéntame de ti, hace mucho que no te veo.

-Claro, si la última vez que nos vimos fue en la fiesta que di en el depa, ¿no?

-Ah sí, el chingón que tienes en la calle cuarta.

-El que tenía… ya me mudé.

Me sorprendió su respuesta, ya que su departamento era una chingonería, todas las fiestas tenían un buen ambiente; fiestas que sólo Eyad podía hacer: sexo, alcohol, drogas y muchas viejas.

-Cuéntame wey, ¿te siguen diciendo “el Aguijón”? ¿O ya cambiaste? ¡Hace tres años que no sé de ti!

Eyad se rió, y con una mirada coqueta despidió a las morenas. Le hizo una seña al mesero para que nos trajera más cheve, prendió un cigarro y me miró, listo para contármelo todo.

-Recuerda Javier que vivo para fornicar y fornico para vivir -y encogiéndose de hombros dijo – le hago honor a mi apodo.

Solté una carcajada y asentí, dándome cuenta que este cuate no había cambiado en nada.

-Va, va, ahora dime, ¿por qué te mudaste?

Le dio una calada a su cigarro, se reclinó en la silla y empezó a contar su historia.

-¿Por dónde empezaré, Javier? Como recordarás, las fiestas en mi antiguo departamento eran magníficas, yo mismo lo reconozco. Me encantaba levantarme al día siguiente sin tener la menor idea de lo que había hecho y con quien. Tener a mi lado dos o tres mujeres y continuar con la diversión que habíamos tenido la noche anterior. Ver a mis amigos en el piso del depa tan ebrios y tan drogados que no podían retener nada en sus cabezas. Esas son las buenas fiestas. Pero no todo era miel sobre hojuelas. Siempre, en la mañana, cuando salía de mi “hogar” para irme al trabajo, llegaba la maldita casera. Que la música había estado muy alta, que no dejé dormir, que los vecinos se quejaban, que alguno de mis invitados había vomitado en el vestíbulo y tendría que cobrarme una multa… en fin. La maldita vieja se sacaba algo de la manga para cobrarme de más. Sí, es cierto, a veces me tardaba en pagar, pero no era para tanto. La odiaba. Había algo en su ser que me repugnaba. Tal vez era esa manía de querer controlar todo, ¿Qué se yo? Siempre desarreglada, poniendo sus óperas a todo volumen, me sacaba de quicio. Lo peor de todo es que ella tenía mucho dinero, y no lo demostraba.

Detestaba a esa doña pero no podía librarme de ella. Todo llegó a un punto crítico, cuando amenazó con desalojarme. Acababa de finalizar una de mis fiestas, cuando llegó a tirarme la puerta. Estaba muy molesta, y era chistoso verla así a sus 60 años y con esa actitud. ¿Pero te soy sincero Javier? realmente me preocupé, tenía en puerta poner un teatro y como futuro dramaturgo, no podía darme el lujo de quedarme en la calle. Así que se me ocurrió algo. ¿Qué crees que hice? tu rostro pálido me dice que has de conocer la respuesta, pero de todos modos lo diré: me acosté con la señora Graciela. Claro está, no se negó en absoluto, al contrario, parecía que tenía una eternidad esperando que me le insinuara, se podía adivinar que su vida íntima no era una preocupación para ella, ¡podría apostar todo el dinero que tengo ahora, a que era virgen a sus sesenta! Ella me buscaba a mí y, ¿quién lo diría? Hasta cambió su forma de vestir. Ya llevaba unos meses así, pero se empezó a complicar por dos cosas: me ofrecieron participar en una obra de gran prestigio, y además, Graciela comenzaba a creer que teníamos una relación. Pobre mujer, empezaba a causar lástima, pero tenía que continuar con el plan. te digo que yo no le había dicho nada de la obra a la que pertenecería, y dentro de poco yo tendría que irme de ahí. Pero no sin el dinero de Graciela. Sí, le robé para así pagarme los gastos que surgirían mientras me hacía famoso. Fue un viernes, por la tarde. Sabía que ella estaría con la estilista, arreglándose para mí. Durante la semana había desalojado mi departamento hasta dejarlo totalmente vacío. Forcé la cerradura, y revolví todo el lugar hasta dar con el dinero de la vieja. Lo metí deprisa en una bolsa, y salí de ahí con mi botín. Y ahora ya tengo mi propia casa en la Colonia Cacho, que por dentro parece una galería de arte porque aún conservo ese gusto y por último, un teatro. Ahora sí, tengo todo lo que siempre he deseado y el plus es que soy famoso.

Eyad Guijón estaba muy orgulloso de lo que había hecho. Esa historia me había dejado un mal sabor de boca. No podía evitar sentir tristeza por la pobre mujer a la que Eyad había robado. Me la imaginé llegando a su casa, encontrando todo totalmente revuelto, y sus ahorros perdidos. Nos terminamos la cerveza en silencio y me despedí de mi amigo, prometiéndole que pronto iría a visitarlo a su nueva casa. Cuando llegué a mi departamento, comencé a escribir, con la esperanza de sacar algo de provecho de esto. Trabajé días en crear una historia que a mí me pareciera lo suficiente buena, y esperando una sorpresa de la vida, envié este relato a la editorial Saturno. Increíblemente, lo publicaron, ahora tengo un libro y escribo desde la comodidad de mi casa. Mi éxito fue tanto, que me pidieron que asistiera a la Feria del Libro en el CECUT, a firmar algunos ejemplares. Después de una fila agotadora, me di cuenta que solo faltaban dos mujeres.

-Siguiente – ya era la última. La mujer puso el libro sobre la mesa. Mientras lo firmaba, musitó melancólica:

-Qué curioso. Esta historia me recuerda a algo que viví hace poco – levanté la cabeza. Era una mujer mayor. -Sé que esto te sonará extraño pero… ¿conoces a Eyad Guijón? Es muy famoso – lo dijo con una voz quebrada, casi al borde del llanto.

Entonces supe que ella era doña Graciela.

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