Desaparición de Alejandro López

Se fue el “Alex” para el Norte. El Norte se antojaba, y aún ahora se antoja, como algunos gustan decir, una panacea; algo que cura y resuelve todo.
Por Javier Góngora

 

Desaparición de Alejandro López

La siguiente historia carece de toda estética. Se conforma de palabras en las que se encontrarán realidades como el olvido, la soledad y la desesperanza; y en la que poco o nada se evocará la belleza literaria que con asiduidad se busca y anhela encontrar en una historia breve como ésta.

Mil novecientos setenta y cuatro es el año que corría cuando nació Alejandro López Cervantes, a quien –por costumbre y tradición– no tardaron en nombrar “Alex”. Llegó a este mundo como cualquier hijo de vecino. Nada, en absoluto, nada podía dar anuncio de que algo más allá de lo normal y corriente pudiera ocurrirle. Nació allá, en el viejo Michoacán, donde el tiempo avanza lanzando fuertes voces y donde los insectos volátiles del Norte dejan caer el ancla para amarse; nació en el viejo Michoacán, testigo de una historia que por sus calles danzó, vociferó y mató.

Al igual que un ingente número de paisanos suyos, apenas cumplidos los 15 años emprendió un viaje cuesta arriba –junto con las mariposas que danzan migrando, luego de haberse multiplicado–, se fue el “Alex” para el Norte. El Norte se antojaba, y aún ahora se antoja, como algunos gustan decir, una panacea; algo que cura y resuelve todo. Con esa ilusión, partió “Alex”. No le importó cosa alguna, no lo detuvo su madre, ni sus hermanitos, ni su abuelo, no lo detuvo el amor, ni la edad, ni aun su desafortunado analfabetismo, no lo detuvo nada.

Impulsado por una esperanza, en muchas ocasiones ciega, “Alex” y algunos primos y conocidos del rancho llegaron un mes después a Tijuana, suerte de Sodoma moderna, donde no obstante, se esconde algo amable, querible. A su llegada a esta vituperada y prejuzgada ciudad, pudo descansar en un cuarto frío y húmedo de un hotel de paso de lo que los lugareños llaman la “Zona Norte”. Una semana después, el coyote estaba ahí, listo, presto para cumplir con su deber. La consigna era clara: cruzarlos por Otay o Tecate, una vez del otro lado y vislumbrado el primer freeway, se las arreglarían solos.

Su analfabetismo no representó barrera alguna, pronto, muy pronto, se instaló en Montebello California, y más que pronto, consiguió el puesto de jardinero en un suburbio de la pequeña población. El tiempo no pasa en balde, y la vida menos cuando se trata de treinta años de continua sucesión de momentos inasibles. De un momento a otro, Laura, su hija mayor de quince años ya, le llama para que se siente en la mesa, la comida está lista. De repente, parece que la ilusión era real, la panacea llamada Norte existe, aún para un “mojado”. Antes de entrar a la cocina, el “Alex” recuerda su juventud y observa su diestra mano: cada nudillo lleva tatuada una letra de su sobrenombre. Sin embargo, cuando parece que la existencia está bajo control, algo surge, un descontrol brota. En medio de un frenesí, “Alex” corre, pero demasiado tarde, los agentes lo han capturado. Sin mayor miramiento lo esposan, sin decir una sola palabra a sus familiares, lo procesan y lo desechan. Regresa así a Tijuana, la misma que hace treinta años lo recibió amablemente. Ahora, la amabilidad ha dejado un hueco enorme y la tristeza se apodera del paisaje.

Parece que los números gobiernan el cosmos, tal vez la antigua secta de los pitagóricos no estaba tan errada después de todo: un número dice cuándo naces, un número tu edad, y uno más el día en que desapareces. El quince del mes seis del año dos mil dieciocho, el intrépido y heroico “Alex” sucumbe. Parece como si el espacio de tierra que lo sostenía cuando salió de “la Casa del migrante” que le alojaba, se hubiera abierto de una vez y cerrado para siempre. El “Alex” desapareció. Se perdió en Tijuana. Su familia llora, busca, llama; su dividida familia, la que permaneció en el viejo Michoacán abigarrado de colores que vuelan y la que generó allende a la frontera, no dan crédito al suceso innegable. El llanto y el dolor, es lo único que quedó del que una vez nació.

 

 

Javier Góngora Corona es estudiante del 5to semestre de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana de la Universidad Autónoma de Baja California.

Total
0
Shares
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Publicaciones Relacionadas
Leer Más

De facto

No tengo nada que hacer. Ni trabajo y ahora tampoco estudio… vale verga. Ocupo ver unos memes, fotos de las suicide girls o el blog del narco para desestresarme. Rápido me doy cuenta de que están compartiendo el mismo vídeo en todos lados...