Foto: Fantasiosa libélula por Lalique. Times Life, 1979
Por Laura Díaz
Hay una coincidencia temporal en la historia de las prácticas del placer y la historia universal que me resulta sorprendente a la vez que contradictoria, y es que el primer vibrador mecánico vio la luz en plena época victoriana, a manos de un médico inglés.
Aunque es cierto que el propósito de este aparato fue inicialmente terapéutico, me divierte juguetear con la idea de que, al darse cuenta de lo placentero del tratamiento, las mujeres de la Inglaterra del Siglo XIX aprendieron a fingir los síntomas del diagnóstico con la traviesa intención de recibir aquel relajante masaje pélvico, que según decían los psicoanalistas, curaba la histeria.
Algo me dice que aquella posible travesurilla erótica pronto fue descubierta, por lo que todos los esfuerzos médicos se evocaron a erradicarla: un siglo más tarde, en 1952, la ‘historia de la histeria’ llegó a su fin, pues la American Psychiatric Association (APA) se puso esencialista y decidió eliminar el diagnóstico para declarar que los síntomas de la paciente histérica eran más bien constitutivos de la ‘condición femenina’. Esto, aunado al boom del porno (y la consecuente aparición del aparato en estas películas), propició que el vibrador comenzara a considerarse tan solo un vergonzoso fetiche sexual.
A partir de aquí este texto puede tornarse ostentosamente foucaultiano, pero me limitaré a señalar la idea de que el discurso sobre el sexo (el cual modela e interfiere en el comportamiento sexual de los individuos de cada época) no es prioritariamente represor, como podría pensarse, sino que juega también un rol productor de la sexualidad y por lo tanto, produce determinadas prácticas sexuales aceptadas.
Han pasado ya dos siglos desde que el vibrador y las personas con clítoris mantenemos un romance apasionado y duradero. Sin embargo, estos discursos sobre el sexo, por lo regular heteronormativos, insisten en calificar de fetichista casi cualquier práctica que incluya la utilización de juguetes o artefactos sexuales, pues pone en peligro el principio –heteronormativo, por cierto– que posiciona al pene como ‘único centro mecánico de producción del impulso sexual’.
Con su invento, los victorianos contribuyeron a la descentración de la práctica sexual en tanto que el nacimiento del vibrador ayudó a restarle protagonismo al pene. Aquellos hombres de ciencia, tan inmersos en el egoísmo del discurso del progreso industrial, no pudieron darse cuenta de que estaban fabricando la liberación del placer femenino.
Pese a la profunda crítica que puede resultar si se considera la absorción capitalista de la industria del sexo, es innegable que tanto el vibrador y el dildo –los dos artículos más vendidos en las sex shops, seguidos de los lubricantes– permiten la producción de formas de placer alternativas a las de la sociedad moderna disciplinaria, o sea, posibilitan lo que puede llamarse una contradisciplina sexual, que resignifica las prácticas y los deberes, anulando -o al menos, desvaneciendo- el código moral arcaico en el que nos encontramos enclaustrados durante tanto tiempo.
Por todo lo anterior, extiendo la atenta invitación a usted, lector, a que la próxima vez que vea una sex shop, se anime a entrar, a preguntar, y ¿por qué no? a sentir un vibrador, pues rumoran algunos que sus pulsaciones poseen amplias propiedades curativas, las cuales son un excelente remedio contra la histeria femenina.