por Maricruz G. Valencia *
Negro absoluto. Es lo que vi cuando decidí asomarme al abismo que alguna vez fue un hogar con cariño y memorias de distintas generaciones, aquél sitio al que podías llegar sin razón aparente… desapareció. Un olor característico surge, aquél que en primera instancia ignoré y que me seguirá por el resto de mi vida.
I. Inhala, exhala
El primer fin de semana del 2024 fui una sinvergüenza: H. y yo habíamos aprovechado para tener la primera aventura del año en el territorio vecino, estadounidense, sin haber pedido permiso de nada. Fue un día increíble, lleno de bastantes emociones que reafirmaban nuestros deseos de seguir juntos. Nos dormiríamos en su casa, todo indicaba que podríamos relajarnos hasta que al día siguiente fuera la hora de partir.
3:00 a.m. Revisamos nuestros celulares con normalidad, él estaba explorando nuevas compras y yo resolviendo el misterio de un juego de celular; con los ojos hinchados, le pedí que dejara mi dispositivo de lado, ya en modo avión, y procedí a acomodarme sin importarme el mañana.
10:48 a.m. Todo en calma. Podía escuchar el tintineo de unas decoraciones en el porche que señalaban las ráfagas de aire. Estuve un rato rodando en la cama hasta que tuve que levantarme, el cuerpo sabe cuando necesitas algo. Tras una ida al baño quise volver a dormir. Es extraño sentirse cansado y que tu cerebro siga activo, captas mucho mejor los sonidos u olores que no podrías encontrar de no ser por que estás completamente calmado.
II. Inhala, exhala, inhala, exhala
No me funcionaba nada, no podía dormir. Procedí a despertar y buscar mi celular.
12:33 p.m. H. me miró de reojo, me dio los “buenos días” y me entregó mi pequeña caja para hacer la rutina matutina de ver qué notificaciones había recibido. Me senté plácidamente en un sofá y encendí el WiFi: una llamada entrante de mamá, ocho llamadas perdidas. “Maricruz. Es urgente” se podía leer en varios mensajes de WhatsApp.
—Estoy en problemas—, pensé.
H. me gritó desde el cuarto —Eh, ¡amor… me marcó tu mamá! No le contesté—.
Temía que nos hubieran descubierto, primero llamé a mi hermano, la única persona que jamás me ha juzgado. Nada me preparó para la siguiente frase :
—La casa de mi abuela se quemó, toda—, dijo.
Quedé en shock.
—O sea… ¿cómo? —, dije con una cara que no existía en mi catálogo, sentía que se trataba de una clase de broma, pero a su vez, esta frase hacía un recorrido en mi cuerpo, una clase de apagón y frío en la espalda.
—Se quemó toda, habla con mamá —.
Seguí las instrucciones antes dadas y le marqué a la hija de la que había perdido todo, pensaba lo peor: Funerarias. Llantos. Sentimientos explotando en una sola habitación.
—Te necesito ahí , Maricruz—, una orden potente.
—Me URGE que estés ahí—.
Plantear lo sucedido tras esta demanda de aquella que me crio sería inexacto, pues al recordar sólo veo imágenes borrosas. Como cuando al tratar de ver a través de un calor abrasador la imagen enfrente tuya se distorsiona. Recuerdo que mi novio echaba chispas yendo y viniendo.
—Llaves, licencia, el perro, el gato, mis zapatos…la ropa—, se repetía a sí mismo H. cual disco rayado. Mientras yo me encontraba parada, cerca de la puerta, sin saber qué hacer.
III. Inhala, exhala. Inhala, exhala. Inhaaaaala… Exhaaaalaaa…
1:28 p.m. Me teletransporté del paraíso al infierno. La gente estaba llorando. Había personas que nunca había visto y otras que me eran completamente familiares. Todos estaban alrededor de la entrada de la casa que vio crecer a tres generaciones de Valencias. A H. le es casi imposible socializar con mi familia, por lo que me despidió de un beso y se fue. Estaba sola.
No encontraba mi lugar, ¿entre la gente que lloraba o la gente que ayudaba?
— Primero lo primero: mi abuela—, dije.
Me encontré con ese espíritu de cuerpo delgado y surcos parecidos a los de un tronco, que adornan toda su figura y redactan sus experiencias, recopiladas a lo largo de sus noventa y siete años. La mujer que me vio nacer y crecer, yacía ahí, sentada en un carro. Con su típica bata, envuelta en una cálida manta, y con una cara que transmitía gelidez.
—¿Cómo estás abuelita? —, pregunta tonta, respuestas tontas.
— Pues, no sé, cómo debo estar hija… —.
Empezamos a hablar del suceso. Me advirtió: “no echar culpas de nada a nadie”. Y desvió el tema de cómo inició el fuego con una plática sobre lo bendecida que se sentía de que hasta Don Chacho se salvara. Y agradecida. Ese perro que apenas y se podía mover por su “pancita llena de amor”, como decía mi abuela.
Escuchando a mi persona favorita, que, estaba atravesado un duelo material y mental, yo sólo podía estar ahí. Quieta. Entre su charla prendida y llena de emociones fugaces, ahogando mis lágrimas. A la que les urgía apagar tal intensidad anímica. Después de un tiempo y permitirle que contara todo lo que estaba en su mente. Tan lúcida que, pudo contar cada detalle específico de lo acontecido, y ahora… me tocaba presenciar esa imagen.
Los que han perdido algo pensarán soluciones simples. Frases como “se construye de nuevo” o “al menos no se murió nadie”. Pero lo que nos importaba no eran en sí las cosas , si no su esencia.
—Quizá la casa era demasiado cálida para todos nosotros, que se incendió a sí misma—, pensaba.
“Es una señal”. “Tu abuela no nos va a durar mucho”. “Dios nos está mandando un mensaje”, susurraban mis familiares.
—Quizá iba a ocurrir tarde que temprano—,decía para consolarme a mí misma.
Con cada paso que daba hacia eso que fue un hogar, mi mente se llenaba de cuestionamientos… como un paraguas, ante las frases de mi familia que caían como lluvia.
IV. Inhala, exhala, inhala, exhala, inhala, aguanta…
Y ahí estaba. Un escenario digno de representar la “destrucción”. Un carro quemado, la casa negra y las plantas, hadas que decoraban mágicamente nuestro lugar de ensueño, muertas.
—No entres porque se está cayendo el techo—, me dijo un primo.
—No lo iba a hacer—, dije haciéndome para atrás. Todos lloraban y algunos otros mostraban caras llenas de hollín. No me sentía en mi lugar.
2:25 p.m. Tras ver los daños, hablar con toda mi familia y acercarme de nuevo con mi abuela. Ese ser frágil, que no sabía lo que ocurriría. Empezaron a llegar distintos cuestionamientos: “¿Y cuál fue la causa?”. “¿Dónde está el dinero?”. “¿Y los documentos de mi amá?”.
Todos trataban de hablar, quizá para saciar sus ideas, que los inundaban con agua abrasadora, fría y violenta como la que los bomberos usaron para apagar el incendio. Mojando todo lo que hubo y lo que fue, o quizá, por que aún estaban prendidos con ira, con frustración, con dolencia inmensurable.
“¿Y quién se va a quedar con mi mamita Cruz…?”, fue aquella pregunta que se ganó la atención de todos. Las miradas empezaron a buscar al que se alzaría primero. Sentí una gran responsabilidad. Esas miradas perdidas se enfocaron, por un momento, solamente en mí.
Inhalé levemente, llevándome partículas de hollín a las fosas nasales, sentía cómo se impregnaban en mi corazón. Solté lo primero que se me vino a la mente.
—Nosotros… Podemos llevar a mi abuela a vivir con nosotros—, titubee.
Creo que no debí decirlo. Aunque una parte de mi sentía que sería temporal en lo que buscábamos qué hacer con mi abuela, otra parte de mi temblaba de miedo, pues se venía un cambio inminente, grande y abrazador.
2:53 p.m. Llegó mi madre. Siempre de espíritu impetuoso, independientemente de la situación; quienes no la conocen la describen como una brisa suave y delicada que sabe cuidar sus palabras, pero aquellos que estamos cerca de ella, sabemos que es un incendio tórrido que se mantiene vivo desde que, en sus ayeres, alguien la dejó como la Bikina.
Ella trataba de dar un ambiente más tranquilo, mostrando soluciones y evitando conflictos. Le platiqué de mi idea de llevarnos a la abuela a la casa.
— Que ella decida—, comentó.
Mi abuelita al fin alzó la mirada y, con especial atención a los ojos prendidos de mi mamá, se le extendió una cara firme y desolada, como una pradera sin vegetación, un desierto.
—Sí hija, vámonos a tu casa—.
V. Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. Inhala. AGUANTA…
Y así fue. Mi abuela fue a nuestra casa. Aquél lugar donde no teníamos tiempo ni para nosotros, pero a donde llegábamos a borrar nuestras penas y descansar. Al arribo, le buscamos un lugar. No había, y sin embargo, mi madre encontró uno.
—Maricruz, vas a tener que dar tu cuarto—.
Me aguantaba la respiración, no por enojo, por miedo a qué significaba para mi.
—Sí, claro, no hay problema—, yo no tenía ni voz, ni voto. Sería la primera opresión de muchas otras.
VI. Inhala, duerme, ronca, sueña… despierta
Así pasaron muchas noches, soñando con el ayer, ahí, en el suelo. No tenía cama. No tenía cuarto. Cuando al fin se apiadaron de mí, me compraron un sofá cama. Al menos, significaba no dormir en el suelo. Pasaron más días. Mis salidas se vieron limitadas por la necesidad de cuidar a mi abuela. Yo soy la hermana mayor, normal en la familia mexicana ser obediente y no rechistar a ninguna orden.
—Lo siento, tengo que ir a cuidar a mi abuela—, se volvió la frase repetida en cada invitación.
La víctima de un incendio es aquella que pierde todo, un hogar, sus cosas, su forma de vivir. Toda mi familia se aseguró que no fuera así para mi abuelita, para mamita Cruz. Pero nadie se preguntó qué pasaba con nosotros que estábamos tras bambalinas, los que nos esforzamos por guardar apariencias todo este tiempo.
Hoy, 30 de Abril de 2024, perdí al amor de mi vida en una acalorada discusión. Nos dijimos cosas muy horribles, cada una de nuestras palabras fueron leña que le daba alimento a nuestra disputa. Al final, calmamos esa ira, ese incendio.
—Desde hace cuatro o cinco meses me sentía abrumado—, me dijo aquél que ahora se iba.
Interesantemente comentó la cantidad exacta de meses transcurridos por lo de mi abuela.
—Ok…—, sólo atiné a decir estoica. No sabría describir cómo me siento, simplemente sé que perdí mi hogar, mis cosas, mi forma de vivir… perdí también a mi mejor amigo, a mi alma gemela.
Mi corazón está apagado, como queda un bosque tras el incendio. No se siente fértil, ni capaz de recuperarse. Y aún así sé que florecerá, al igual que el jardín de mi abuela. Negro absoluto, es lo que veo cuando decido asomarme al abismo que alguna vez fue una relación con cariño y memorias de dos individuos que batallaron para quedarse. Esa persona que era una fogata siempre viva a la que podía acudir para solucionar, para amar, para besar, para adorar…desapareció. Un olor característico surge, aquél que perdurará, el resto de mi vida.
*Maricruz González Valencia es Licenciada en Ciencias de la Comunicación, estudiante de la Licenciatura en Psicología (ambas en la UABC) y artista freelance en sus tiempos libres. Dona directo a la autora atravez de PayPal: https://www.paypal.com/paypalme/marysartb0x .