Dije que no lo haría

Por Víctor M. Campos

Pero no pude evitarlo. 
Ya pasaron tres semanas desde que nos vimos por última vez. Ayer, aún a riesgo de toparme contigo, me metí a tu casa. Supuse que seguirías despareciéndote los domingos así que se me hizo fácil. Inserté la llave en el portón de madera podrida y entré de golpe. No quería que me sorprendieras; que vinieras llegando de no sé dónde, acompañada de quién sabe quién y me sorprendieran. La penumbra ayudó. El duplicado que saqué de tus llaves sin decirte nada, también.  El domingo ya estaba en las últimas cuando cerré el portón a mis espaldas. Me recargué y esperé unos cuantos segundos hasta estar seguro de que no había nadie en el patio. Me adentré en la vecindad y descubrí tu bici recargada en uno de los pilares. Tragué saliva. La posibilidad de que estuvieras por ahí se hacía más grande. Avancé por el patio casi de puntitas y me asomé para ver tu ventana: la única que se puede ver desde abajo. Estaba abierta, con sus cortinas quietas pero con la luz apagada. Eso me animó a subir. Lo hice saltando escalones de dos en dos para no darle más hilo a la angustia que ya se me estaba enredando en el cuello. En el descanso de la escalera agarré aire y me aventé el último tramo hasta dar de frente con tus macetas muertas, con el rellano de tu departamento, con ese cielo ennegrecido por la promesa de las primeras lluvias del año. Miré a izquierda y derecha: el mundo había sido evacuado y nadie había tenido la amabilidad de avisarme. Crucé la rejita de madera y descubrí algún viejo objeto en su sitio y otros inéditos, allanando lo que quedaba del mundo. Me acerqué hasta la puerta y ahí estaba el candado. Como no queriendo eché un vistazo por la ventana: afantasmados por la última luz del día descubrí otros objetos, nuevas disposiciones y la ausencia de los viejos que ya nada podrían decir de lo que fuimos. Tomé la llave, tomé el candado, pero no me atreví a entrar. Un suspiro hondo, como de ganas de llorar largamente reprimidas, fue a dar de bruces contra el aire frío de la noche. Supuse, con ingenuidad, que el suspiro habría sido mío. Las ganas de llorar lo eran. Al suponer la presencia de nuevas personas en tu vida, se me hizo urgente salir de ahí: los nuevos objetos me miraban como se mira a un extraño, a un intruso.  Giré sobre mis pasos, alcé la vista y ni siquiera alcancé a gritar.    

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Víctor M. Campos se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón, en su capítulo Querétaro. Es licenciado en tal cosa y con maestría en tal otra. Cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por un bonche de revistas como Monolito, Bitácora de Vuelos, Anuket, Interliteraria, etc., etc., etc. Redes sociales: Facebook / Twitter / Instagram

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