Phan Thi Kim Phuc, la niña que vi correr

Phan Thi Kim Phuc, la niña que vi correr de Márcia Batista Ramos forma parte de la convocatoria Junio 2021 de Libraria en Linotipia.

Por Márcia Batista Ramos (Brasil)

Cuando los naranjos daban fruta y sombra era la época en que el invierno ladraba en las calles. Solíamos sentarnos al sol para calentarnos y descascarar las naranjas dulces y jugosas. Era una especie de ritual de invierno; así como nos sentíamos, pensábamos que todos eran felices. El tiempo pasaba gota a gota, cayendo suavemente sobre la vida, hasta dar la impresión de que sería eterna. 

Por las mañanas nos contábamos los sueños, el tiempo parecía infinito y el algodón dulce de color rosado siempre me arrancaba una sonrisa. En los viajes, cantábamos canciones viejas que escuchamos de boca de los padres y tíos en alguna reunión. Por las noches nos gustaba recitar poesía o jugar con las sombras, que se transformaban en personajes y contaban sus historias divertidas, conservándose en nuestras mentes durante el sueño placentero.

Los amigos llegaron y anduvimos el mismo camino, mirando las nubes del verano y descubriendo los diseños que nos dejaban. No sabíamos de los otros mundos, esos mundos grandes que se desplomaban en guerras. Un día, de uno de esos mundos grandes y llenos de bombas, salió la imagen de una niña corriendo desnuda: se llamaba Phan Thi Kim Phuc. Ese día todos los adultos hablaron del Napalm.

Fue muy difícil para mí tratar de comprender la guerra. Mi padre me dijo que la guerra era un lugar triste donde se mata y se muere. Entonces preguntábamos sobre la muerte, la guerra, los muertos, una y otra vez. Por la mañana no teníamos sueños para contar; nos habíamos olvidado de soñar. No pude entender por qué Phan Thi Kim Phuc corría desnuda. ¿Dónde estaba su casa, su madre, su ropa?

Después de la notica con la imagen tan triste en la “Revista o Cruzeiro” todo cambió. Poco a poco dejamos de cantar las canciones pasadas de moda que habíamos aprendido de los padres y de los tíos. Empecé a cuidar mis dientes y no disfruté más del algodón dulce como una nube rosada. 

Entonces el tiempo adquirió otro ritmo y sin querer, nos enterábamos de las virtudes y las desgracias del planeta. Supimos que había un mundo grande, enfermo y malo que mataba de hambre a los niños.  No quise acercarme a esos espacios donde pasean el dinero en cantidad y poder ilimitado, no quise mirar por la pantalla chica las noticias. Con el corazón estrujado, empecé a dejar gotear tinta sobre hojas blancas.

No estaba lista para comprender los infiernos y sus niveles diversos construidos a partir de las guerras. No me importaba que me criticasen por no enterarme de lo que pasaba en el planeta.

Lo que pasó es que no sabíamos que el paisaje de la infancia cambiaría ni que vendrían nuevos rostros extraños frente al espejo. La verdad es que no sabíamos muchas cosas, porque estábamos distraídos entre volar cometas y adivinar qué habría de postre. 

Nuestro mundo era pequeño: revistas infantiles, álbumes de figuritas y algún paseo de fin de semana. Era imposible imaginar espacios distintos como los mundos menores, llenos de mezquindad y girando en torno de un personaje infeliz que ni siquiera logra satisfacer su ego. Esos mundos, puedo identificar ahora, me sorprenden invariablemente. No sabíamos que los juegos de “haz de cuenta” eran juegos de adultos frustrados y mentirosos, ya que las mentiras eran frases que no debíamos proferir. Ahora los veo y muevo la cabeza, pensando: ¿para qué? 

Creo que engañarse a uno mismo es imposible, porque siempre hay una hora en el día donde el silencio interno es interrumpido por nuestra conciencia, que conoce nuestra verdadera Identidad. Ella sabe de la locura empedernida, de cada error cometido en el camino, de los vicios acicalados que cada uno quiere dejar en el armario, de la necesidad que tiene un entorno mediocre para no sentirse tan desgraciado… Del miedo inmenso como una sombra que nos persigue eternamente. 

Al igual que de los mundos muy grandes, llenos de poder y guerra, trato de alejarme de los mundos muy pequeños que no tienen sabor a fresas o chocolate porque es muy complicado.  Para hablar con mediocres hay que elegir las palabras. Como soy demasiado espontánea, puedo equivocarme fácilmente. 

Cuando llovía, me gustaba mirar cómo el agua caía del cielo por el vidrio de la ventana. Pero cuando escampaba me daba miedo ver la calle llena de paralelepípedos, lavados con un color oscuro brillante. Los tejados, después de la lluvia, adquirían un aspecto renovado, igual que las paredes de las casas.

Lo que yo no sabía era que el agua de la lluvia bañaba con vida todo lo que estaba muerto en el mundo: edificios, trenes, carteles, carros… Cuando entendí eso, ya había pasado mucha agua por debajo del puente. Aun así, empecé a quedarme en la lluvia para que me bañara con vida, porque ya existían muchas cosas muertas dentro de mí.

De un día para otro nada fue igual. Los amigos estaban muertos: se fueron sin despedirse. Yo ya no quería tener premoniciones, pues mi maldita intuición no se equivocaba.

Hoy me cuesta creer en la magia de la vida. Observo mis manos arrugadas y no las reconozco porque no me siento así. Toda mi piel se ha marchitado pero no soy yo, es apenas una veste que se va desgastando con el tiempo.

La verdad es que no sé en qué momento pasó tanto tiempo ni cuando se fueron todos, dejando únicamente recuerdos como fotos amarillentas. Tal vez me distraje conociendo países extraños, inmersa en cosas estériles o saboreando tres pececitos del mar del norte. Lo más seguro es que me entretuve con seres que no existen.

La cajita de música todavía es la misma y llena el ambiente por un momento. Me gusta, porque soy feliz cuando acaba la música y guardo el momento en mi memoria, como un tesoro. No pasa lo mismo con las personas. Es distinto porque se quedan más adentro y cuando vienen a la superficie de mi mente, por uno u otro motivo, duelen. No logro detenerlas como la música de la cajita; mis lágrimas las llevan como un torrente hacia adentro mientras las siento más lejos.  

Entonces, me desprendo de la memoria y me alejo de la saudade, pero la sal llena lo que falta del día, de la noche y de la vida. Ahora siento que el tiempo es demasiado largo, aunque Phan Thi Kim Phuc siempre será una niña corriendo de la bomba de Napalm.

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Márcia Batista Ramos.- Licenciada en Filosofía por UFSM. Gestora cultural, escritora, poeta y crítica literaria. Es columnista en revista Inmediaciones, Bolivia, periodismo binacional Exilio, México, archivo.e-consulta.com, México, revista Madeinleon Magazine, España y revista Barbante, Brasil. Publicó diversos libros y antologías, asimismo, figura en varias antologías con ensayo, poesía y cuento. Es colaboradora en revistas internacionales en más de 14 países.

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