Viaje a la deriva

“Viaje a la deriva” de Pedro Mieles Cantos es un cuento que forma parte de la convocatoria “Esta Tierra” de Libraria

Por Pedro Mieles Cantos

Poca es la suerte que nos depara a quienes salimos

al norte: algunos no pueden volver, otros mueren en el desierto.

Y otros terminan perdiéndose en avenidas fantasmas.

Eran los meses del año 2016 y en aquel tiempo, éramos jóvenes y salvajes, y no sabíamos a dónde estábamos yendo, ni con qué finalidad avanzábamos hacia adelante. Pero en aquellos días conformados por tantas horas, tan solo pensábamos en la gravedad de la noche y su ventura. En sus calles desiertas. En el amor colérico y masacrado, esperando a ver por fin el amanecer todos juntos, como una promesa en contra de la sociedad. En aquellos días, nada podía separarnos: ni el desvelo, ni la falta de trabajo, ni las familias rotas que nos arrastraban al circulo vicioso. Y de repente, sin previo aviso, todo estalló a nuestro alrededor: las muertes prematuras de nuestros seres queridos o de nuestros amigos.

La violencia indiscriminada en las mismas avenidas que recorrimos y los asesinatos a sangre fría por unos cuantos billetes y un teléfono celular. Observamos cómo los gobiernos de turno se entrelazaban con narcotraficantes y mafias internas, y también vimos cómo los sueños de un país mejor se derrumbaban. Nos habíamos quedado huérfanos de esperanza. Discutiendo en las altas horas de la madrugada dentro de casas abandonadas sobre el futuro que ya venía, que tocaba la puerta y no nos dejaba en paz. Éramos jóvenes y salvajes, pero nada de eso podía solucionar las cosas si nos asesinaban a algunos y desaparecían a otros. 

En aquellos días, más bien, en aquellas tardes, pude escuchar a mis padres hablar por primera vez, sobre la opción de migrar (moverse, dejar el lugar de nacimiento. Establecerse en otro país o región, por causas económicas, sociales o políticas), y de pronto, en aquellas largas conversas, algo dentro de mí supo entender que todo lo vivido se volvería un espectro, un recuerdo tan siquiera, algo que pudiese solo visitar en mis memorias. El sueño americano, dijo mi padre, es lo único en lo que podemos creer ahora. Y ya no por ti, querida, ni tan siquiera por mí, sino por nuestros hijos.

Aquel día, lo recuerdo muy bien, mi madre preparaba su equipaje luego de haber hecho la cena. No había sol sobre la ciudad. Unas nubes grises con pequeños cúmulos de luz blanca y vidriosa cubrían la visión. Quedaban pocas horas para el primer vuelo antes de cruzar la frontera, sabíamos muy bien que no había marcha atrás.

En aquellas horas que encerraban esos minutos, antes del viaje, sabía que salir a caminar por el centro de la ciudad, en el centro de la avenida 9 de octubre, no cambiaría el hecho de abandono o de tristeza, pero sí grabaría, en mis evocaciones, la imagen de ahora, una querida ciudad fantasma: las personas, los vendedores ambulantes, las tiendas de electrodomésticos, los restaurantes de comida, las tiendas de libros de segunda mano, las tiendas de películas piratas; el cine, el parque, el malecón, el cerro, las licoreras; mi antiguo trabajo, la biblioteca, los autobuses, el metro. Todo sería ahora tan solo una evocación de lo poco que puedo describir por limitación de espacio, de tiempo o de fuerzas. 

Lo verdaderamente cierto, es que aquella tarde, me quedé sentado en una de las bancas del paseo marítimo del puerto por unas horas, frente al Río Guayas esperando una señal, algo que me salvara, o nos salvase de la inconmensurable verdad: había que irse sin fecha de retorno. Y como siempre los minutos no pasaron en vano, y llegó la noche con su hora de partida. Esperando el vuelo, el único que quiso quedarse fue mi padre, pues él todavía creía en una revolución que estaba ya cernida y congelada tan solo en aquellos que tenían el corazón lleno de sangre y esperanza.

Sin mucho consuelo nos despedimos y subimos al avión, que, de manera extraña, planeó sobre todos los paisajes que nunca antes había visto. Conjugándolos en una sola escena: montañas, volcanes, ciudades, descampados, playas y selvas. Todas las regiones pasaron ante mis ojos, como quien no cree la cosa. Pero yo lo creía en ese momento. Algo así no como una señal, sino más bien como una promesa, una promesa de que mi país todavía seguiría ahí para mí a pesar de la distancia y del tiempo, el indomable tiempo.

Y en el viaje, en el largo viaje hasta Estados Unidos, la pregunta que sucedía en mi cabeza era: ¿Qué será ahora de mí? Y la soledad tomaba lugar en el centro del pecho, y mi madre tomaba de mi mano, tal vez sabiendo lo que pensaba. Así las horas pasaron y luego vimos el océano y algunas islas, y también vimos barcos y luego todo fue azul. Por unas horas mis ojos se cerraron y soñé con muchos más como nosotros corriendo por el desierto, escapando de sombras negras, alzando sus manos al cielo o enterrándose bajo tierra; escapando siempre de algo que los perseguía, y pensé que era la muerte que los acechaba o la tristeza o la angustia de no llegar a sus destinos.

Pensé en Houston, Texas, Carolina del Norte, Filadelfia; pensé en Ecuador y Brasil, en El salvador y Guatemala, en México y Honduras, en Cuba y Puerto Rico; sentí el miedo y la valentía de los miles de ellos que escapaban de algo, pero yo no quise dar un paso atrás y me quedé con ellos, hasta por fin saltar los muros del olvido, para intentar alcanzar esa felicidad anhelada.

Me desperté ya en el aeropuerto de New Jersey, con el aviso del capitán de vuelo que estábamos a punto de aterrizar. Las ruedas del avión frenaron despacio, mientras las personas alzaban sus brazos, se persignaban y aplaudían. Era verdad que habíamos dejado nuestra tierra para siempre. Pero también era cierto que solo yo me quedaría para verlo todo desde el exilio. Pues mi madre ya tenía una vida y no la cambiaría por otra. En mi fuero interior, ya la vida no significaba lugares, sino momentos: el éxtasis, el peligro. Y qué tonto fui al pensar que aquello me daría valor para seguir, pues no era cierto. Al mismo momento de llegar, lo primero que hizo mi madre fue dejar pago el alquiler para dos meses.

Dos semanas después ella se marchó y yo me quedé viviendo en un estudio subterráneo alquilado por un familiar, y a los pocos días ya estaba trabajando en una fábrica cargando cajas y latas, y comida para perros y gatos, y garrafas de aceite. Por las noches lloraba, tal vez por el desamparo, o por el desgarre que uno siente al dejar ese lugar que le pertenece. Al cabo de tres meses me despidieron por no cumplir con las expectativas de la empresa y me sentí perdido.

¿Cómo sobreviviría en este lugar extraño?, me pregunté. También pude constatar que realmente a nadie le importaba si te ibas o te quedabas, si morías o si vivías en un país olvidado por los ojos de Dios. Pero el azar que maneja esta existencia es extraño y a veces amable. Pues una semana después, un amigo de la familia me ofreció un empleo en la fábrica de metal donde él también había estado trabajando durante treinta y cinco años hasta el presente.

Entonces descubrí que realmente no estaba solo y que lo poco que nos quedaba por comprender es que la patria la llevábamos cada uno, suspendida en nuestros hombros. Había tan solo que reconocerse en los rostros cálidos y ardientes de otros migrantes, que, como yo, supieron caminar juntos, hasta alcanzar algo mejor. Que, así como se abandonaron a la deriva, pudieron encontrarse vivos: saberse propios, en un lugar invisible. Porque lo cierto es que nada sobrenatural sucedería para salvarnos. Ahora escribo esta historia o más bien recuerdo, desde un bar del aeropuerto de Guayaquil, luego de haber visitado por primera vez la ciudad después de tantos años. 

Es agosto del 2021. 

Y sigo esperando a que algo suceda, para no marchame nuevamente de aquí.

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Pedro Mieles Cantos. Parte de los ganadores en la categoría POESÍA en el concurso “Espejismos: Fragmentos del exilio” – España 2021. Tiene un cuento publicado en la revista “Lado Berlín” – Alemania 2021; y dos cuentos publicados en la revista editorial “Aparato Nacional” – Colombia 2021.

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