Nunca había estado triste en toda mi vida. Y eso hace poco lo descubrí, cuando me tomó por sorpresa. Uno cree conocer la tristeza junto a los demás sentimientos, vamos es algo que aprendes en Jardín de Niños junto a los colores y los sonidos que hacen los animales.
Y entonces, uno va por la vida pregonando que ha estado triste muchas veces en su vida y si le preguntan sostiene con sapiencia y un protagonismo velado que estar triste tiene que ver con derramar lágrimas, lamentarse amargamente y limpiarse los mocos con una servilleta arrugada, pero no.
Descubrirlo, darte cuenta un día que estás triste así, así, así realmente triste es como pisar una pieza de lego olvidada en el piso o como ultimarse algún dedo del pie con un mueble que por alguna razón tiene cuentas pendientes contigo.
Porque, claro, era más fácil ir al baño sin buscar las chanclas que se te fueron abajo de la cama en la mañana. Una sorpresa fulminante que te necrosa el alma, pues.
Yo lo viví así: el siguiente paso en la retahíla de reacciones posteriores al desembarco de la tristeza en tus playas —lenguaje ad hoc según la cultura pop— es un sabor permanente a pilas debajo de la lengua.
La tristeza no se siente, te desembarca. Porque es una invasión como si fuera la Operación Overlord liberando tierras ocupadas. Es una experiencia súbita. Y sabe a pilas. Visto así, sí tiene que ver con el mar como comúnmente se asocia en el imaginario cultural y como mi amigo, Ian David, cree firmemente que se ve la tristeza.
Aunque él repite cada que puede que estar triste tiene que ver con estar sentado en soledad sobre la arena de una playa virgen contemplando el vaivén de las olas escuchando en tus audífonos a todo volumen Psycho Killer, una y otra vez, en un loop que te dota de un asombroso misterio.
Solemos confundir la tristeza con nostalgia o con simple añoranza de algo, pero no es lo mismo. La tristeza es un efecto secundario de una fractura del alma. Tal cual, el alma es como un hueso y si se ejerce mucha presión o si se sufre un golpe lo suficientemente fuerte este se rompe. El cuerpo siente dolor y el alma tristeza.
Además, es algo que sencillamente sucede, ya saben the shit happens, contrario a lo que llegaron a creer los estoicos que consideran que la tristeza como tal no es una perfección añadida al hombre, sino un síntoma de debilidad anímica que es contraria a la fortaleza que siempre proclaman que debe buscarse.
Aunque no es algo que pueda preverse o esquivarse el análisis que hacen los peripatéticos que, en cambio, consideran a la tristeza como algo bueno. Es como decir que un ojo morado es bueno. Pregúntenle a García Márquez.
Y vaya que es como un ojo morado. Eso lo confirma Tomás de Aquino en Summa Theologiae —porque cualquier persona triste se pondría a leer sobre la tristeza, claro que sí, ¿a poco no?— donde asegura: “la tristeza, entre todas las pasiones del alma, es la que más daña al cuerpo, porque la tristeza repugna a la vida humana como a la especie de su movimiento”. Pues eso. Entonces, ya no estén tristes échenle ganas.