Por Sandra Muñoz
Generalmente suele ser fácil distinguir los trazos de aquellos a quienes admiramos gracias a la intertextualidad cinematográfica (véase a Los 400 golpes y Cero en conducta como ejemplo de esto); pareciera pues que Iñárritu desdobla y mexicaniza 8 ½ buscando autoconvencerse de que no ha olvidado de dónde viene.
Pese a las críticas buenas o malas, creo que Bardo le hace honor a su nombre, es una cinta muy poética, tanto así que pudiera verse como pretenciosa o forzada, cosa que dudo resulte extraña para el realizador.
Silverio, nuestro protagonista y claramente alter ego de Iñárritu, es un periodista y documentalista que regresa a México para conectar con sus raíces a través de una serie de fantasías sumamente oníricas como la plática con Hernán Cortés en medio del Zócalo.
Si la película se manejara con el ritmo y emoción que los trailers aparentan, no serían 3 horas insufribles en la butaca con diálogos rebuscados que se salvan gracias a las imágenes sumamente bellas de Khondji.
Es un intento no solo de imitar aquello que tan bien le funcionó a Fellini en 1963, un director vulnerable buscando refugio en sus sueños y en el cine, es también un intento de responder a la pregunta: ¿te sientes más gringo o más mexicano?; cuya respuesta creo se queda a medias.
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Es una apuesta arriesgada de un director consagrado y de una plataforma de streaming con una obra que pretende romper los esquemas del cine convencional pero que cae en la pretensión volviéndola poco digerible.
Puedo ver un resultado similar al de Roma, con un recibimiento amplio pero una respuesta poco favorable, sin embargo creo que la discusión que esta abrió es mucho más enriquecedora que la que pudiera darse con Bardo.
Es innegable que visualmente es extraordinaria y retrata CDMX, el desierto y Los Ángeles con tanta destreza como belleza, un ejemplo de esto es la recreación de la toma del Castillo de Chapultepec; pero se queda en un ejercicio personal, vulnerable pero que cae en el exceso.