La cena de los milicos

No pasan de las 2 de la mañana, pero la cartera estaba vacía como cualquier fin de mes

Fue una noche solitaria. La embriaguez cayó junto a la soledad. No pasan de las 2 de la mañana, pero la cartera estaba vacía como cualquier fin de mes. Te tomaste un par de mezcales, una caguama y dos o tres cervezas artesanales que pagaste con la tarjeta de crédito. Por el poco dinero y el vasto tiempo que le quedaba a la noche, decidiste tomar un taxi de ruta. Tu celular tiene poca pila. Las calles del centro de la ciudad son silenciosas a esta hora, pocas personas deambulan por ellas, otras quedan dormidas bajo los cartones que una tienda de ropa dejó en la banqueta. Las ratas aprovechan para salir, corren como jugueteando entre la basura y el caño. Por fin llegas frente a la catedral siniestra donde te espera el taxi. Te sientas hasta el fondo. Hay dos personas más, faltan otras cuatro para tomar ruta al hogar. Una luz calienta tu espalda y provoca un escalofrío que hace temblar a tus rodillas. Volteas lentamente e imaginas que estás en una película de esas que dan miedo, en algún momento saldrá alguien repentinamente para asustarte, imaginas. Un camión blanco se estaciona a tus espaldas. El conductor apaga las luces y te deja ver a hombres y mujeres armados, cascos tácticos, chalecos antibalas, botas negras, uniforme blanco, en el pecho “Guardia Nacional”, en el brazo izquierdo una bandera mexicana. Los guardias se bajan y caminan adelantando el taxi hasta perderse de tu vista, 20 o 25 más o menos. Dos personas más se suben al taxi, faltan dos para partir. Una canción norteña en la radio del taxi te aísla de lo demás por un momento, hasta que ves de regreso a los milicos.  Pasan cinco primeros con galletas y bebidas lácteas en mano. Cuando pasan otros cinco –también con su cena– te das cuenta que están acompañados por dos sujetos. Los guardias los toman de la espalda y caminan tranquilamente. Los dos individuos, jóvenes y delgados, vestidos con ropa oscura, también traen en su mano su cena: un yogurt y unas galletas. El comando armado detiene a los individuos en una de los accesos –que está cerrado– de la plaza de la mujer. Quedan a unos 15 metros de tus ojos. Los ponen contra la cortina del comercio para catearlos. Esta acción te llama la atención y desde la seguridad del taxi mantienes la mirada hacia la escena. Uno de los milicos se percata de tus ojos chismosos y te lanza la luz. La ignoras, sacas tu celular con poca pila y tomas algunas fotos. El guardia te sigue apuntando con la linterna y tú en la embriaguez solo sonríes. “Córrele, córrele”, escuchas venir desde la bola de milicos armados y con galletas en manos, los sujetos detenidos salen rápido del círculo, cruzan la calle y corren hasta perderse en la esquina. Los guardias se ríen burlones de la situación. “Ahorita los agarran”, dijo un pasajero del taxi. Otra persona se sube al taxi, falta una para huir. “Pero sí han de ser malandros, ¿por qué corren?”, dice una señora de unos 65 años al despegar sus ojos de una biblia. “Yo también correría si unos batos armados me dicen que corra”, contestas, “son unos pinches puercos”. Se sube la última persona y el taxi comienza la ruta con el silencio de quien espera que amanezca.

Esta historia parece inventada pero es real. Foto: Enrique Martínez
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