Era sábado, no pasaban de las 3 de la tarde. Me bajé del taxi en el Soler y caminé rumbo a mi casa. Vestía un saco, una camisa de botones desfajada, un pantalón café y los tenis más pulcros que encontré en mi closet. Regresaba de dar una clase de fotografía. En las bolsas de mi saco estaba una cajetilla de cigarros y un encendedor BIC color azul cielo. En mis pantalones, mi cartera con apenas 200 pesos y montón de tarjetas de cliente frecuente de cervecerías y cafés, mi teléfono por otro lado y las llaves de mi casa.
Escuchaba una canción que no recuerdo. En una esquina volteé a mi izquierda y a unos 400 metros vi un retén del Ejército. Detenían a los pocos carros que transitaban por esa calle. Pensé “puedo irme por otra calle… pero no traigo nada”. Continúe. Al estar a unos cinco metros del Pick Up camuflajeado de color caqui, un militar se me acercó, hizo movimientos con las manos, me quité los audífonos y me dijo que me revisarían.
– Pon lo que traigas sobre el Pick Up.
No protesté, saqué todo el contenido de mi ropa. Mostré mi identificación. El militar, alto, con cubrebocas, casco, y bien armado, me comenzó a revisar mientras me interrogaba.
– ¿A dónde vas?
Recordé las veces que crucé a Estados Unidos, me hacían la misma pregunta, pero esta vez solo caminaba por la colonia en la que he vivido por 10 años.
– A mi casa.
– ¿En dónde vives?
– En el info, pa’ allá.
Señalé hacia los edificios donde comienza el infonavit.
– ¿A qué te dedicas?
– Soy estudiante y escribo… y tomo fotos.
– Ta bueno, recoge tus cosas.
Intenté absorber la tranquilidad de las nubes para poder regresar a mis ropas lo que traía conmigo. “Hasta luego”, dije mientras continúe mi camino. A cada paso la rabia se hacía presente entre mis venas. El calor de un coraje que se siente por todo el cuerpo, hasta en la voz. Impotencia. “No pueden hacer eso”, pensé. Mis manos comenzaron a temblar, quizá del enojo o el nerviosismo, porque a la par de repetirme que violaron mis derechos, recordé los estudiantes asesinados, los 43 de Ayotzinapa, el halconazo, 2 de octubre en Tlatelolco, y una decena de compañeros cimarrones que han caído en las manos de la violencia armada. Los periodistas, Margarito y Lourdes. Las personas desaparecidas. La calle estaba sola, era temprano, pero estaba sola, eran 4, no, eran 5 o 6 militares, todos altos, claramente más fornidos que un joven aspirante a escritor, portaban armas. Si me subían a su unidad no podría hacer nada, gritar quizá, pero nadie escucharía, al menos no al momento como para hacer algo, y qué haría la gente, grabar con su celular, subir un video a facebook, porque ni modo que se le pongan al tú por tú a un militar armado, ¿y luego qué? La impunidad, como en el caso de José Luis y la golpiza que le dieron los policías municipales de Tijuana; después de ese video apareció muerto. ¿Eran militares?, porque del nervio ni me fijé en las placas, ni me fijé en las insignias de sus chalecos. Quizá eran farsantes como los que se hicieron pasar por gente de la fiscalía del estado para privar de la libertad a un sujeto en Mexicali; al día después también apareció muerto.
Cuando fui consciente de mi camino llegué a casa. Abrí la reja del patio y suspiré, saqué el humo de tres cigarros que me fumé al hilo. Entré y les conté a mis padres la gran historia de cómo unos militares me detuvieron y sobreviví. Gran hazaña dentro de un país en el que son asesinadas más de 60 personas al día desde hace años. Sobreviviente a la privación sin sentido de mi derecho al libre tránsito. Gran hazaña.
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