Una rubia en el karaoke

Rubia de veintipocos, triste y silenciosa, es azotada por el insomnio de los que han perdido el alma. Mira desde su ventana la madrugada de una ciudad completamente ajena. No ayuda el deambular de turista en busca de sorpresas.

Por: Vladimir Cano // D-FACTO

A Lucía, sintiéndome Bob Harris

Rubia de veintipocos, triste y silenciosa, es azotada por el insomnio de los que han perdido el alma. Mira desde su ventana la madrugada de una ciudad completamente ajena. No ayuda el deambular de turista en busca de sorpresas.

Lo mismo dan los locales de videojuegos, el eterno laberinto del metro en la gran urbe, los imaginados templos budistas en total silencio o el cruce más famoso de la cuidad entre la multitud y bajo la llovizna. No hay confidente cuando sus lágrimas le queman el rostro y está dispuesta a confesar que está casada con un desconocido. El joven y exitoso marido ni se da por enterado.

Ahora está acostada en la cama de su hotel de lujo. Algunas de sus prendas adornan los sillones. Por la ventana que hace las veces de una gran pecera, la ciudad transita en el tiempo, le muestra lo ajeno y diminuto de su existencia.

No hay confidente cuando sus lágrimas le queman el rostro y está dispuesta a confesar que está casada con un desconocido.

La filósofa graduada en Yale no sabe qué hacer con su vida; se refugia en audiolibros de superación donde revuelve ideas sin encontrar ningún signo de aliento. Mata las horas colgando de las lámparas flores de cerezo artificiales, del mismo rosa que sus calzones de niña inocente con los que se pasea delante del espejo.

Una noche de esas, Bob Harris bebe whisky en el bar del mismo triste y anodino hotel de lujo. Viste un smoking que le queda grande y hace un guiño a la rubia muerta de aburrimiento en una mesa cercana. En un lance muy poco habitual ella se da el lujo de mandarle un trago. La risa cómplice detona el diálogo entre estos dos ajenos, es la piedra diminuta que forma una avalancha.

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Sus ojos descargan el verde que hiere de muerte la madrugada de un Tokio delirante.

Charlotte de madrugada bebiendo vodka tonic, fumando en diálogo explorador. Charlotte detrás del cristal de una ventanilla, somnolienta y encantada. Charlotte envuelta en mullida bata blanca después de nadar a solas, caminando por un pasillo alfombrado. Charlotte mostrando apenas un brazo desnudo, un pie. Charlotte mirando de reojo a Bob, invitándolo a salir de noche con amigos con esa voz que parece decir “que tal si…”.

En menos de cincuenta segundos, mientras canta Brass in pocket de The Pretenders, agita los hombros con la mezcla etílica y dulce de una mujer tirando el anzuelo. Sus ojos descargan el verde que hiere de muerte la madrugada de un Tokio delirante.

No hay antes ni después. El microscópico guiño de la cómplice canción la delata, invoca la tregua gozosa que regala un amor furtivo.

El anillo de casada que lleva en el anular izquierdo parece no estorbarle y el archifamoso Bob, entre borracho y anonadado,  intenta hacerle coros en la minúscula sala de karaoke esa primera noche de parranda. Todo se resuelve en esa mirada que pregunta por el amor, que tiembla y huye sin poder anclarse a los ojos de Bob. 

Gonna use my arms/ Gonna use my legs/ Gonna use my style/ Gonna use my sidestep/ Gonna use my fingers/ Gonna use my, my, my imagination//’Cause I gonna make you see/ There’s nobody else here/ No one like me/ I’m special so special/ I gotta have some of your attention give it to me.”

No hay antes ni después. El microscópico guiño de la cómplice canción la delata, invoca la tregua gozosa que regala un amor furtivo, secreto como la cortina de neón que deslumbra a los noctámbulos, ocultando a dos desconocidos que se dejan llevar inesperadamente.

Su fábula es la de los solitarios perdidos en la traducción, en eso que no se entiende, que intenta adivinarse con una media sonrisa de fuego repentino que concede sin remedio lo que no se puede juzgar. 

Después de esa madrugada vendrían el flirteo, los anhelos, los celos, la complicidad y el amor sin saliva ni sábanas de por medio.

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Ya habrá tiempo para enmendarse, arreglarse el corazón y la ropa. El día de la despedida todo es un morirse disimuladamente. La rubia de veintipocos  camina sin rumbo envuelta en su abrigo gris. El actor veterano viaja en taxi rumbo al aeropuerto. Alcanza a ver a la rubia por la calle, baja abruptamente del auto, le dice “hey.” No hay nada qué perder, un beso al final de todo.

Bob le ha dicho algo al oído, Charlotte asiente y se enjuga las lágrimas abrazándolo para siempre, parada sobre las puntas de los pies.

Filmografía: Lost in translation. Sofia Coppola, 2003

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